viernes, 30 de septiembre de 2011

LA BODA DE MI HERMANA HURRACA

Ayer fue el gran día. Mi hermana Hurraca es una mujer particularmente fea. Sus ojos saltones y miopes tienen unas venas como las arterias del cuello de un cantaor. Se pinta la raya negra hasta la sien, haciéndola parecer un repugnante mapache. Sus orejas  grandes, lobuladas y peludas, su nariz torcida y larga como el morro de un tiburón,  colmada de puntos negros como un error del buscaminas, y su boca con labios agrietados y lengua como un bistec a medio rebozar, le confieren un aspecto aterrador. Su rostro parece haber sido concebido en los sueños más lúgubres de Satanás. E inexplicablemente, Hurraca se casaba ayer con un apuesto y acomodado empresario hijo de aristócratas. La ceremonia fue solemne, exquisita y cargada de toda la pompa y boato con la que el Cabildo de la Catedral barcelonesa nos tiene acostumbrados. Todo fue digno de admiración: la selecta música, interpretada por la coral Santa María de las Ardillas, la solemne procesión claustral y la magnífica casulla que para la ocasión lució el obispo de la diócesis, algo que pone de manifiesto que en temas de liturgia el Cabildo cuida todos los detalles. No obstante, para que todo hubiera sido redondo, faltó un detalle, algo que puede rozar en lo anecdótico o secundario, pero que sin duda le hubiera dado mayor esplendor a la ceremonia. Este detalle, no fue otro que las señoras no cantaron alto en misa por miedo a Ramoncín. Por lo demás, la ceremonia se vivió en un ambiente de absoluto recogimiento, donde solo quedaba roto al reververar la grave voz del obispo maricón (uno de aquellos curas que está en contra del aborto para que hayan más criaturas), dirigiéndose a unos fieles que seguían con atención la intensa homilía del prelado. Después de dar el sí en la ceremonia religiosa, los invitados disfrutamos de los diversos bocadillos, homenaje a la gastronomía mediterránea, en la terraza chill outsaboreando el cocktail de bienvenida y seguidamente del aperitivo.En la mesa principal, de forma rectangular, estuvieron ubicados los novios, mis padres, los padres de mi cuñado y personalidades de mayor rango. Los invitados fueron distribuidos en más de 1.500 mesas de ocho a diez comensales cada una. Por lo que tocó a la mesa presidencial se sirvió en vajilla de gala, cristalería de Baccarat y cubertería de Alfonso XII " el Sabio " ( En realidad ignoro qué Alfonso era). El resto de los asistentes utilizaron vajilla, cubertería, sillas y mantelería alquilada. Las mesas estaban decoradas con unos centros de flores azules, blancas y grises, entre rosas, tulipanes, verónicas, orquídeas, retamas, algunas hojas de marihuana y varias más. Sonaba música de Sergio Dalma. Si él  hubiera estado allí, le hubiese dado un caramelo de eucalipto. Jacinta y yo nos sentamos junto a los hermanos y primos del novio, reputados abogados, reconocidos médicos y nobles aristócratas. Debíamos comportarnos ante tanta sobriedad. Se abrió con tartaleta de patata frita con changurro -centollo picado fino-, croquetas de jamón de pata negra, quesos manchegos, secos y semitiernos. Yo esperaba que me sirvieran un plato de spaghettis y una hamburguesa con patatas. La conversación era culta, elegante. Jacinta y yo no sentíamos incómodos. Pero al fin y al cabo, era a boda de mi hermana, así que decidimos comportarnos tal y como somos. Jacinta hablaba mientras masticaba a dos carrillos, expulsando miguitas con fuerza para que llegaran a los platos de los demás. Pedía perdón mientras se las arrancaba a manotazos. Y yo me levantaba de la silla cada cinco minutos, y daba una vuelta a la mesa con los brazos extendidos haciendo ruidos de avión, ante la atónita mirada de nuestros compañeros de bufete. Me hacía pasar por mudo y me comunicaba con mis compañeros de mesa con gestos obscenos. Conversaban del Euribor, de fondos de inversión y de empresas de capital riesgo, mientras Jacinta narraba con todo lujo de detalles su historial con hombres, mujeres, animales y objetos fálicos. Les preguntaba por sus experiencias con muertos. Yo me levanté para ir a los servicios, y a la vuelta dejé mi ropa interior encima del respaldo de la silla de la hermana del novio. Expliqué por qué tenía que secarse. La sonrojada familia del novio nos observaba con desprecio, grima y pena, mientras yo comía de los platos de los demás sin pedir permiso, dejándoles muestras de mi plato. Había escupido antes encima huesos de aceitunas e intentando afinar la puntería, probando con el plato de enfrente o con las copas de vino. Guardé los huesos, y dije que eran para mi madre, porque resultaba muy caro alimentarla. Los limpié con cariño. Pedí al hermano de la novia que me cambiara de sitio. Le justifiqué que era porque tenía más cerca las salidas de emergencia, mientras actuaba con nerviosismo. En la segunda parte se sirvió hojaldre de bogavante sobre lecho de puerros y verduras y un capón con salsa. Acompañaron, a medida que avanzaba el festín gastronómico, finos vinos: manzanilla, un cava rosado, vino blanco Albariño joven y vino Rioja. Jacinta tras hacer comentarios en voz alta sobre la gente en las mesas de alrededor, mirarles y sacarles la lengua, se  escondió debajo de la mesa, llevándose su plato. La tarta nupcial a cargo de un gran maestro pastelero, fue de 150 kilos de peso y casi dos metros de altura. Se acompañó con un cava brut catalán y el moscatel de la vieja tradición mediterránea. Aquel pastel estaba delicioso. Chupé mi plato y los de los demás. Invité a que chuparan del mío, mientras Jacinta se mocaba su cruel resfriado en la manga del vecino de la derecha.
El banquete, selecto y glamuroso fue un momento privilegiado para compartir, de unión, de amistad y cercanía con nuestra reciente familia política.


martes, 27 de septiembre de 2011

LA MINIFALDA

“No me gusta que a los toros te pongas la minifalda (bis). La gente mira parriba, porque quieren ver tu cara y quieren ver tus rodillas.”, decía la fastuosa y pomposa canción de Manolo Escobar. Me emociono como el tío del anuncio de Heineken cada vez que la escucho.
Corrían los años sesenta y la fría ciudad de Londres se convertía en el lugar donde el mundo centraba toda su atención. Fue entonces cuando una diosa, una gran mujer, un mito,  una diseñadora, Mary Quant, entró a la historia de la moda y causó furor con la presentación en sociedad de la minifalda, la pollera que terminaba quince centímetros encima de la rodilla. Haciendo oídos sordos a las autoridades eclesiásticas, en medio de su colección del verano de 1964, presentó esta prenda, la cual se convirtió en un símbolo de aquellos maravillosos años que precedieron  a  una oleada de  piernas al aire, escotes, espaldas libres, ombligos bronceados y muchos penes erectos. Inmersos en la época de los Beatles, el movimiento hippy, el "haz el amor y no la guerra", esa etapa en la que se empezaba con una conga para acabar en una mazmorra sexual, en la que los niños nacían porque las farmacias estaban cerradas y en la que destacaban futuras viejas con el conejito playboy tatuado en la zona púbica, la minifalda se perfiló como el apoyo indumentario que venía a reflejar esa filosofía de vida. Con ella se dejó de ocultar el cuerpo femenino, lo que permitió que la mujer se liberara de ciertas ataduras. Así, la minifalda resulta ser más que un gran hallazgo en el mundo de la moda. Las connotaciones sociales que la rodearon acabaron convirtiéndola en protagonista de la  revolución sexual de la mujer.
Y es que frente a vientos y mareas, la minifalda ha subsistido gracias a la coquetería femenina, a la provocación, a las modas, al sol y sobre todo, al "voyeurismo perverso". Cómoda, versátil, libidinosa, juvenil e irremediablemente sexy, la minifalda ha sobrevivido década tras década hasta convertirse en uno de los iconos más importantes de la moda internacional femenina. Resulta revelador que esta prenda no haya perdido un ápice de vigencia . Todas son la fuente de las fantasías masculinas más osadas que un hombre se atreve a pensar, cada una con un encanto diferente pero igual de excitante.
Son sin lugar a dudas, las armas más usadas y eficientes del mundo al momento de seducir. Las minifaldas tienen el poder, esa es la realidad, porque significan que los hombres se derritan por unas piernas debajo de un retazo de tela, y eso es fantástico, y las mujeres lo saben.

Desgraciadamente, no existen exigencias para lucirla. Mujeres de piernas largas y bien torneadas. Chonis que no distinguen falda y cinturón. Feas con tetas postizas.  Orcos de Mordor.  Gordas ilusas 
-¿Este vestido me hace gorda? -No, es la comida lo que te hace gorda, degraciada!-. Lolailas con unos mini-shorts y unas medias tan brillantes como su pelo. Señoras con la frente muy alta, la lengua muy larga y la falda muy corta , pero no les importa, ¡qué cojones!, se ponen una minifalda.
Las mujeres se dejan vencer y convencer por la tentación, aunque no siempre es fácil ya que requiere seguridad... pero claro, si mujeres como Britney Spears, Christina Aguilera, Claudia Schiffer las llevan ¿por qué no nosotros?. Pues claro que sí. Seamos valientes, atrevidos, osados. Con dos cojones. Minifalda y virilidad no están reñidas. Utilicemos esta sugestiva prenda para seducir a las mujeres. Rompamos tópicos y con la cabeza bien alta, enfundémonos una minifalda.



viernes, 23 de septiembre de 2011

MI SECUESTRO

Saqué del bolsillo de mi pantalón el teléfono móvil para marcar el número de una hermosa mujer que había conocido la noche anterior en una discoteca. Morena, piel canela, curvas sugerentes y esos labios que prometían lamer los rincones más íntimos  con frenesí, con pasión... !Qué ojos¡ ¡Qué pechos !. Me había gastado más de 100 € en invitarla a copas y a bares. Mi indecoroso rostro de se contrajo en una mueca indescriptible al colgar el celular. Era el teléfono de un jodido camionero de Huelva. Había sido engañado por enésima vez. La correspondencia se acumulaba en una vieja mesa de roble; cartas, facturas sin pagar, publicidad y alguna suscripción caducada de revistas de zoofilia. Me llamó la atención una de las cartas que yacía inverosímil entre el caótico montón de papeles. Un cenicero lleno de colillas ambientaba la atmósfera. Encendí el mugriento flexo, apagué la tele y me incorporé. Miré la carta con curiosidad. El remitente era Juegos y Apuestas del Hestado”. Tomé el sobre y lo abrí. Apenas podía leer. No por los nervios, sino por mi atroz analfabetismo. En un momento de valentía efímero respiré profundo y comencé a leer torpemente. Mi afición por la lectura se había basado solo en leer la etiqueta del champú mientras cagaba. Esbocé una sonrisa de satisfacción. Por fin una buena noticia en mi miserable vida. Había sido premiado con un  millón de €. Me citaban en un apartado campo de naranjos  para hacerme entrega del premio y según relataba el escrito” debía ser discreto, muy discreto”.
Eran las 16.00 horas de la tarde. Apenas 3 horas me separaban de mi sueño. Debía apresurarme. Me despojé de mi ropa y entré en la ducha. El contacto con el agua fría fue agradable, reparador. Alcancé una pastilla de jabón para frotarla contra mi sucio cuerpo con movimientos circulares. El agua era gélida, glacial. Me habían cortado el agua caliente. Noté un calorcito familiar en mis mugrientos muslos peludos y en los pies, que compensaba la sensación de frío. Me estaba meando encima.
Debía ser discreto, pasar inadvertido, así que  me enfundé un uniforme militar de camuflaje, me puse un casco de acero cubierto de paja y hojarasca para pasar desapercibido, y me pinté la cara de verde y negro. Salí a la calle. Miré a ambos lados de la avenida y me tendí al suelo en forma de cruz. Con la mejilla adherida en el asfalto, empecé a recorrer la calle arrastrando sigilosamente mi cuerpo por el pavimento. Los transeúntes me miraban con lástima, pensando que era un ruin demente. Algunos me tiraron unas monedas. Otros, un trozo de bocadillo. Los más desalmados me pisaron, como si de una rata enferma de tratara. Llegué al campo de naranjos. Tres sicarios con pasamontañas me vinieron encima, uno de ellos apuntando mi cabeza con un revólver del 45. Un puñetazo en la cabeza me tiró al suelo. Inconsciente en el pavimento, empecé a recibir una brutal secuencia de patadas y puntapiés.
Me desperté  en una especie de subterráneo en el que no entraba aire ni luz solar. Una melancólica bombilla de 60 watts arrojaba una luz amarillenta sobre una pequeña celda de paredes carcomidas por el óxido. El ambiente olía a metal, a mugre, a metadona.
Uno de los sicarios se acercó a mí, lentamente, pero con paso firme. Flexionó su rodilla de manera que su rostro se situó frente al mío. Me  examinó y se acercó. Estaba asustado. Mi rostro de murciélago estalló en lágrimas, gritando con todas las fuerzas que aún albergaba. Un fétido tufo a heces advertía que me había cagado encima. Nuestras mejillas llegaron a rozarse por un instante, tiempo necesario para percibir como el escalofrío recorría mi cuerpo. Me susurró con cara de Clint Eastwood cuando hace sol:
-“Sabemos que has inventado la fórmula de la fusión nuclear con óxido de deuterio. La has vendido a los hijos de puta iraníes”.
Mi rostro adquirió un rojo tono de congestión, mientras mi frente se perlaba de sudor. Sin duda se trataba de un tremendo error. Me habían confundido con un peligroso terrorista. Yo apenas sabía contar hasta diez  por lo que evidentemente era imposible que ingeniara una formulación configurada por complejos logaritmos exponenciales. Le escupí. Mi saliva impactó en la mejilla izquierda del raptor. La rabia invadió su mirada a la misma velocidad con la que un escalofrío húmedo se deslizaba por su cara. Un ruido seco anunció que el codo derecho del sicario había hecho blanco en mi mandíbula. El hilo de sangre que resbaló por mis labios, indicó que la tenía rota. 
-“Bien”- dijo el secuestrador. -”Volvamos a empezar. Pero como pareces un tipo duro, te aplicaremos un incentivo, gilipollas” -. Se aproximó a  una  mesa  donde aguardaban objetos poco  tranquilizadores y  cogió una pinza metálica. Cerró la pinza sobre unos de mis pezones. Tensé el cuerpo y contuve  un  quejido.  Estaba aterrado  pero era inmensamente feliz. Me sentía  importante  por primera vez en  mi vida. 
-“Jamás os daré la fórmula de la fixsión nuclear esa!!”- chillé con  regocijo   asumiendo  un   rol que no me pertenecía.-“ Yo la inventé y haré con  ella los que me salga de los huevos!!! “- sentencié. 
El secuestrador prendió unas tijeras de podar y, con precisión de cirujano, amputó mi mano izquierda. 
-“Espero que esto te haga reflexionar” afirmó el secuestrador. –“Mañana por la mañana continuaremos. Tenemos preparado un divertida tortura de sodomización.”-. 
Empecé a sudar. No por el dolor de mi mano mutilada, sino por diabólico martirio que iba a sufrir mi recto. La angustia se apoderó de mi esfínter. Cuando los sicarios abandonaron el zulo, empecé a tejer una estrategia para escapar. Sonaba la sintonía de Documentos TV a modo de cruel tortura. Casi desvanecido, empecé a cavar un túnel con mi mano amputada. La gigantescas uñas de mi extremidad mutilada, aceleraron el trabajo. Tres horas más tarde logré salir al exterior, en un espeso boscaje.  Me arrastré torpemente por el suelo como una lombriz. El suelo frío pasó a ser una húmeda superficie de musgo. Había humedad. Notaba como mi cuerpo se enfriaba y mi ropa se empapaba. Había cerca un riachuelo. El río estaba entarimado por largos maderos y pinos descortezados. Seguro que encontraría socorro por esa zona. Cuando me acerqué a la orilla, puede ver a un campesino. Estaba salvado, fuera de peligro, la pesadilla había terminado, mi culo libre de peligros. Con las escasas fuerzas que tenía me aproximé al lugareño. Levanté la vista y… 




martes, 20 de septiembre de 2011

EL CABRÓN DEL BARBERO


Aún permanecía en el baño. Sostenía la tijera, no me animaba a soltarla. La cara me miraba aterrada desde el espejo y sus ojos, fijos en mí, mostraban la clase de sorpresa que siente la razón ante lo insólito e indecoroso. Me corté yo solito el pelo. No sé por qué, pero con el barbero, la gente tiene un vínculo especial, casi mágico. Los clientes llegan, saludan y cuando su peluquero arquea las cejas, le contestan con un innecesario "como siempre". El problema radica en que pidas lo que pidas, el barbero siempre hace lo que le sale de los cojones. Y aún así nunca llegamos a casa descontentos por el resultado, porque siempre es el mismo. Somos así de imbéciles y las cosas las hacemos así de fáciles.
Mi problema es que detesto las peluquerías. Desde niño sospecho mi fobia. La última vez que entré a uno de esos antros ( cuando todavía peinaba una larga y cuidada melena), se quebró definitivamente mi mesura impertérrita ante las influencias macabras. Fui pletórico a la barbería y salí casi llorando.
Era un local mugriento y lleno de anónimos y afrancesados  aspirantes a un nombre como el de la puerta. De esos individuos de muñeca floja, que se depilan con cera perfumada, usan pantalones muy ajustados y te tocan sin querer. Es extremadamente llamativo los veloces movimientos hiperflexos de sus brazos y la forma sarasona y amariconada de saludarte de estos personajes. Su mirada es inquietante, turbadora, escalofriante. Asusta. Joder si acojona.
Por no desentonar con las costumbres lugareñas, me hallaba  agazapado detrás de un periódico, cuando me asaltó un personajillo con aspecto de peluquero joven. Este hombre delgadísimo , bronceado y rostro de castor,  llevaba un corte de cabello abstracto con mechones rojos, que mostraban su determinación profesional para convertirse en extraterrestre. Al hablar, pegando perdigonazos, salían palabras fruncidas de sus labios turgentes. Era extraño ver una boca así practicando tan arduamente el decoro. Llega el momento más delicado de todo el ritual. Te colocan un batín de color celeste, que te aprieta un poco los brazos y apenas te llega a cubrir las rodillas. Fuera de ese lugar, no sería capaz de ponérmelo ni en carnavales. El batín tiene un cinto del mismo color, que nunca sé si se anuda delante o por detrás. Me siento abogado con esa toga. Posteriormente arriba  el instante más maravilloso, incluso cuasi-orgásmico, del lavado de cabello y posterior masaje capilar. Sobándome la nuca  comenzó a peinarme con un fervor vil. Tiraba de los mechones como si fueran nabos a arrancar de la tierra. Su conversación cayó como cuervo sobre el estado de mi cabello. Intentó azuzarme con lo mal cuidado que se encontraba.  Hablaba de futilidades en tono pretencioso y con vano alarde de erudición La madre que lo parió. Arremetió contra la terrible y espantosa conjura de hermafroditas que había realizado mi último corte capilar. No creo que este joven conociera el significado de la palabra eufemismo. Me dio a entender sin ambigüedades que mi cabello era un estropajo. Yo le contestaba sin contemplar la posibilidad de intención comunicativa alguna.
Pero la esperanza se encendió automáticamente como las luces fotosensibles. Existían ciertas “cremas restauradoras” que prometían alcanzar la inmortalidad. En todos y cada uno de los envases plateados que me iba recomendando, yo tendría la salvación a mi alcance. Utilicé mi más sobria amabilidad, y en un marroquí inventado,  rehusé esos productos y mágicamente cesó su charla.
La hoguera de hielo que brillaba en su mirada un segundo antes, se extinguió. Continuó sin embargo tironeándome del pelo con desprecio, con ira, pero sin pronunciar  palabra, el muy maricón. Al terminar el secado dio vuelta mi silla de un giro brusco y pude verme. Por Dios!!!! Ese día debería correr a casa como un monstruo perseguido por pueblerinos con antorchas de fuego. Lo que se produjo después cayó en mi bolsa de desconciertos. El barbero cogió las tijeras y empezó a cortarme de un lado a otro de la cabeza, empezando por la parte la coronilla, y no empezando desde la frente y por el medio, como hubiera preferido, dándole a mi pelo esa ridícula forma de tazón. Cogió unas pequeñas tijeras. Pensé que era para igualar alguna parte que había quedado desproporcionada. Cuál fue mi sorpresa cuando descubrí que no era para eso. El afeminado me metió las tijeras en la nariz y empezó a cortarme los pelillos. En ese mismo momento me empecé a reír, esa risa nerviosa que te sale cuando no sabes realmente cómo reaccionar. Ya que todo había pasado creía que habíamos acabado, pero tampoco fue así. Me cubrió media cara con una mano y con la otra, mechero en mano, me abrasó la pelusilla de las orejas, era como recordar esas matanzas invernales en las que se prendía fuego al cerdo cubierto de helechos.Para terminar, se puso un tipo de guante, me bajo los pantalones y me rapó el vello púbico. Desde entonces, me corto el pelo yo solito.





viernes, 16 de septiembre de 2011

MI AMIGO EL OSO PARDO

Todas las noches tengo el mismo sueño: un gran oso pardo hambriento me viene a visitar  a mi habitación y se queda a los pies de la cama. El oso me mira y me habla con voz de Darth Vader que fuma Ducados, me cuenta cuentos sobre príncipes y princesas  y duendes del amor. Está conmigo varias horas y cuando me duermo el oso pardo desaparece. No le tengo miedo, al contrario, cada día lo quiero más, es el único ser que me visita, que me cuenta fábulas, me anima para que compre un bidón de gasolina y unas cerillas. Me incita para que intente la autofelación sin partirme la crisma. Me alienta para que aplauda al vacío en plena calle para desconcertar a los transeúntes . Me adiestra a decir sí, con voz nasal, sacando los dientes a modo de coneja, a meterme un huevo kinder por el culo. Me amaestra para vestirme de ninja en casa y saltar de mueble en mueble con poses misteriosas. Me instruye a bailar sentado, a  cruzar un paso de cebra y parar a los coches con la mirada.
Es el único que me ayuda con mi soledad e incomprensión. Sus cuentos y consejos me sirven para olvidarme completamente del aislamiento que soporto, ese vacío y ese sentirse abandonado por las personas que más quiero. Suplo el amor que quiero recibir por el de un ser animal que cada día me visita y me cuenta esas parábolas de princesas, príncipes azules, castillos encantados y repugnantes orcos que siempre tienen un final feliz.
Hoy me desperté sobresaltado, sudando y con el pulso latiéndome desorbitadamente. Llevaba un rato haciendo esfuerzos sobrehumanos por despertarme y huir de lo que estaba soñando. Deseaba tranquilizarme un poco, y no se me ocurrió otra forma de hacerlo que no fuese masturbándome. Lo hice tres veces. Estaba deprimido. Necesitaba hablar con el oso pardo, aquel animal que tanto cariño me daba por las noches. Me levanté de la cama y caminé hacia el comedor. Me quedé un  momento observándolo como si lo viera por primera vez. El llanto de un niño se filtró por las paredes, martilleando mi cabeza. El aire estaba impregnado de un fuerte olor a sudor. El aparato de aire acondicionado vibraba cavernoso al escupir una floja corriente. De la calle llegaba un apagado ruido de sirenas. El ventanal del fondo daba a un cruce de tráfico denso, con un túnel de lavabo, un burdel y un establecimiento de automóviles de segunda mano. La sordidez general de mi vivienda me producía una lúgubre desesperación, con las alfombras manchadas, mi ficus muerto en un rincón, las paredes como de papel, salpicadas por aceite, y unas vistas que dejaban el ánimo por los suelos. Me sentí un desgraciado. Quería hablar con el oso pardo. Darle de comer. Explicarle como me sentía. Me dirigí a la nevera, la abrí y tras echar un vistazo, me di cuenta que había poco que mirar. Cogí medio tomate y me lo comí de un bocado. El tomate explotó entre mis sarrosos dientes y su jugo me chorreó por la barbilla. Mis dientes anaranjados tenían las caries como garbanzos de Castilla, por lo que no podía comer alimento sólido. Me vestí apresuradamente. La puerta del ascensor se abrió con un chirrido y entré con paso vacilante. Respiré profundamente tratando de controlar los jadeos que me dominaban. Estaba triste, ansioso, deprimido. Las piernas comenzaron a temblarme. La visión se me nubló debido al terror que se había apoderado de mi cuerpo tras la pesadilla. Con un supremo esfuerzo pude controlarme. Pero al salir del ascensor, mi autocontrol se disipó y todo el inenarrable horror que sentía me surgió por la boca en forma de líquido abrasador. Vomité en una pequeña maceta que había en el portal, y todas las regurgitaciones quedaron goteando en las verdes hojas de un geranio.
Con paso dispar, encorvado, parecido al de un primate, mientras mis gastados zapatos chinos de un negro grisáceo, se arrastraban a cada zancada, contoneándose, lastimando mi deforme cuerpo y articulaciones, me dirigí al zoológico. Me topé con riadas de transeúntes que accedían de todas las calles hacia el zoo. Y allí lo encontré. A mi amigo, mi confidente, mi compañero, el oso pardo. Hablamos, charlamos, le expliqué como me sentía. Él como siempre me escuchó, me animó, me dio el cariño que tanto precisaba.




martes, 13 de septiembre de 2011

CANTANDO BAJO LA DUCHA

Pese al acojonamiento que nos produce la SGAE, todo el mundo ha cantado alguna vez bajo la ducha y hasta los que tienen pérfida y execrable voz, suenan como Plácido Domingo.
El cántico rebota terroríficamente entre las paredes de mármol y llega con un eco áspero a nuestros oídos. El vapor empieza a irrumpir en nubes densas y nos emocionamos puerilmente creyéndonos un legendario  rockero. La clave está en la física. Las paredes sucias, duras y lisas del baño hacen que la habitación actúe como una urna de resonancia, de modo que las espeluznantes ondas sonoras se proyectan contra las paredes, aumentando la intensidad del sonido y haciendo que nuestra voz parezca mucho más potente, enérgica y poderosa. Además, debido a la reverberación, la voz, por siniestra que sea, se mantiene más tiempo en el aire después de emitir cada nota. Por si fuera poco, las notas graves retumban más y permanecen más tiempo en el aire que las agudas. Puesto que es en las notas graves donde menos erran los ilusos cantantes amateurs, la melodía suena casi tan bien como lo haría en un estudio de grabación. Personalmente prefiero cantar frente al ventilador, es una experiencia mucho más apasionante.
Según los expertos, cantar en la ducha, es una de las mejores medicinas, y hasta debería ser recetado por el médico. Desde hace tiempo se considera la musicoterapia como uno de los estúpidos remedios alternativos para mejorar muchos problemas psicológicos porque sus efectos pueden mejorar la circulación, la concentración y la memoria, además de mejorar nuestra estabilidad psíquica y el sistema inmunológico. Bajo mi punto de vista, cantar bajo la ducha, solo nos genera un sentimiento de gilipollismo integral. Explican los entendidos que lo menos importante es cantar emocionado en otro idioma sin saber qué coño significa, o interpretar una canción como si estuviéramos jugándonos nuestra estancia en la academia. Lo verdaderamente significativo es que cantar también libera la personalidad y baja los niveles de estrés y aunque desafinemos sigue siendo beneficioso para los pulmones. Este último punto es muy importante ya que la respiración es uno de los elementos más importantes a la hora de responder ante el estrés y tensiones. Ante una situación de nerviosismo o peligro, el cuerpo responde hiperventilando pero podemos controlarla tarareando una canción de El Fary, al igual que una mujer con contracciones de parto que controlará mejor sus dolores. El canto tiene el mismo efecto para calmarnos y hacernos dueños de la situación.
Muchos cantantes dicen que empezaron ensayando su talento en la ducha de su casa. No creo que fuera el caso de Manolo Escobar… En la soledad de la ducha estos ilusos aspirantes a copleros parece que nadie les escucha, aunque sus atronadores berridos se oigan desde los pisos contiguos.  A pesar de los evidentes problemas de afinación, muchos se emocionan dentro de la ducha dando rienda suelta a su voz. Algunos, llegado el momento, entran en trance y cogen el cabezal de la ducha y se ponen a cantar a grito pelado. Pobres desgraciados.
Para dar más realismo, mejor acústica y auténtica ambientación  a los que practican esta ridícula y grotesca afición, he decidido crear este práctico y efectivo micro-esponja:



viernes, 9 de septiembre de 2011

SALUDAR A LOS TRENES

Recuerdo que de pequeño iba a la estación de trenes a menudo con  mi abuelo. Él siempre me saludaba con dos hostias. Era un hombre bondadoso, que sorbía ruidosamente la sopa, que disfrutaba dirigiendo el tráfico en los pasos de peatones. Un anciano que intentaba hablar con contestadores automáticos y al que gustaba pedalear en los bancos de los parques. Era un hombre alto, nervudo, con el poco pelo que le quedaba grasiento hasta los hombros, la cara picada por la viruela y la barbilla sin afeitar. Aunque no había subido nunca a una moto, llevaba siempre botas de cuero de motorista, con cadenas colgando. Su sonrisa burlona dejaba a la vista dos hileras de dientes marrones y podridos. Recuerdo como me daba dinero como si fuera contrabando. Era un hombre que decía "seso" por vergüenza a pronunciar la "x". Estábamos muy unidos. Utilizando el paraguas como puntero, me señalaba el tren.  Nos agradaba verlos pasar y lo saludábamos como dos gilipollas, y la verdad es que me apetecía mucho recordar aquellos ratos de nerviosismo al saber que estaba a punto de atravesar la estación  una locomotora sin parada que a su paso removía todos los papeles que había en el suelo del andén. Sí, era una afición estúpida, pero me fascinaba. La primera vez que lo vi, el terror duró muchos días, renovándose; más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco me fui acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerme de que era un peligro que pasaba sin asustar, una catástrofe que amenazaba sin dar, reduge mis precauciones a ponerme en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo. Me reía de la muchedumbre que iba corriendo para coger el ferrocarril. Me excitaba la voz femenina que informaba de los trenes de cercanías.
Por la riqueza y la complejidad de su carga simbólica, la figura del tren ocupa un lugar de privilegio entre los motivos recurrentes que caracterizan al Western. Lo mismo caben en ella las ilusiones y las promesas de la modernidad naciente, que el sentimiento de melancolía ante la pérdida progresiva, pero inminente, de todo un mundo: el Lejano Oeste, ese territorio primordial, soñado por los pioneros, regido por las leyes de una naturaleza, tan dura como majestuosa; un mundo que una vez fue nuevo, incógnito, que parecía inabarcable, y abierto por ello a todos los posibles. El tren me fascina tanto por ser una obra de ingeniería única en el mundo, como por la pureza de los paisajes que se despliegan tras la ventanilla. Avanza por una puna salteña a una altura capaz de quitar el aliento. Esta obra de ingeniería impresionante que toma con valentía la sucesión de curvas, zig-zags y rulos que permiten desafiar la áspera geografía de las regiones.
Todavía conservo esa estúpida afición. Nuestra afición. La afición de mi difunto abuelo. Cada vez que pasa un tren me pongo a saludar; pienso “¿a dónde irá la gente?”, medito “¿a dónde?, ¿a qué lugar?”.Cada vez que pasa un tren yo me pongo a saludar; es mi modo de ir con ellos, es mi modo de viajar.



martes, 6 de septiembre de 2011

EL COÑAZO DE AFEITARSE

Existe una putada que los hombres no pueden impedir y que también afecta a algunas mujeres: la jodida barba. En algunas culturas, la barba es un símbolo de madurez sexual, sobre todo para los hombres casados. En otras, el hecho de dejarse crecer la barba es una cuestión completamente estética, para encubrir su fealdad; son aquellos individuos guapos que digievolucionan a feos según te vas acercando. Perilla, bigotes, patillas: todas las combinaciones imaginables son posibles.
Cada uno tendrá sus razones para dejarse sotabarba, por supuesto, pero sin duda los principales motivos para tomar esta decisión, son por un lado la pereza que da tener que andar afeitándose todos los días, y por otro el precio de las maquinillas y de la espuma de afeitar, que cada día cuestan más.
El aspecto de una barba masculina está determinado por la genética. Algunos hombres pueden tener barbas ralas, mientras que otros las tienen muy tupidas. Algunos hombres, con su barba, eligen donde empieza su cuello. Otros optan por mesársela como prefacio a la resolución de problemas. Los más intrépidos se cortan los pelos del mostacho con los dientes y existen mujeres que se hacen monjas para dejarse el bigote felizmente. No obstante, la mayoría de seres humanos optan por afeitarse. Un auténtico coñazo. Y los más osados eligen además afeitarse el pubis y los testículos para quedarse suaves como un cd virgen. El cosquilleo de la máquina contra el escroto es una experiencia excitante. Yo lo probé. Bidé , agua caliente y un escozor de tres pares de cojones. Como un niño de 10 años, pero con varias deficiencias. Me miré al espejo y observé mis piernas atrozmente peludas y llegando a los muslos, una calva. Lo mismo sucedió con la panza: bajaba un gigantesco canalillo de pelos hasta el ombligo, llegué a la zona genital y ¡coño!, eso parecía las montañas de Chernobil. Y la parte trasera, aún era más turbadora, un culo peludo que al girarme parecía que había llegado el otoño. No me quedó otro remedio. ¿Alguien se ha depilado el culo solo?. Mientras lo hacía , sentí que era el primero en intentarlo. Me retorcí, hasta que me crujió el espinazo para poder verme, y como no lo conseguí, lo hice sin mirar. ¡mierda! se me olvidó pasarme la máquina antes, bueno ya daba igual. Llegué a la zona del ano y como no veía nada, cogí un espejo de mi hermana, que usaba para depilarse las cejas. Me coloco en la cama, como una mujer en el paritorio, con el espejo de la pared y el de mano. Hice posturitas acrobáticas hasta que logré verme el culo. ¡Joder! tanto tiempo juntos y apenas nos conocíamos . Un par de minutos después y a base de pasarme la mano por el “lomo” dejo de notar pelos. ¡ culo depilado!. Bueno, a lo que íbamos: a la barba.
Empecé a afeitarme precozmente, con 7 años, justo cuando me detectaron dislexia. A esa edad ya pelaba gambas con espada, era inconformista, quería cambiar el mundo pero no encontré el ticket. Bebía insecticida cuando sentía mariposas en el estómago, dominaba la ironía de una manera sublime, y es que aunque cueste creerlo, los disléxicos pambién somso tersonas normlase. Comencé con la tierna escena del adolescente cuyo rostro está colonizado por el acné,  frente al espejo, con la lengua torcida, raspando cuatro pelajos del mostacho con una cuchilla y bien embadurnado en espuma. Recuerdo que mi primera vez,  por mi falta de pulso, mutilé  las patillas haciéndolas desaparecer bajo el frío metal.
Existen multitud de afrancesados consejos para conseguir un afeitado apurado: agua en estado de ebullición para amariconar a los pelos, echarse sin mirar crema NIVEA, rasurarse en contra la dirección del crecimiento de vello, reparar los daños…etc. Mariconadas!!!
Casi todos los hombres se afeitan, pero no todos quedan conformes con los resultados. Si tienes voluntad de cambiar, para llegar a una afeitada al estilo del James Bond de Pierce Brosnan, suave como las nalgas de una patinadora quinceañera, deberás adquirir una maquinilla hábilmente diseñada por quien escribe este artículo: La Gillette “ Chuck Norris”.
Una cuchilla concebida  para el verdadero hombre. Diseñada especialmente en forma de cruz para recorrer vertical y horizontalmente el rostro masculino, pudiendo realizar un afeitado más eficaz y un apurado que evitará el ardor del rasurado convencional, los vellos encarnados y los mugrientos puntos rojos:




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