viernes, 30 de marzo de 2012

EL REENCUENTRO CON CARACIOLA

El taxímetro rogaba diez euros y medio. El taxista, sentado en un grotesco asiento de bolitas de madera, subió el volumen de la radio cuando notó que me gustaba la canción. Sonaba Falete. Se detuvo justo al lado de la puerta de un motel mugriento hasta en las luces de neón. Pagué con un billete falso, cogí mi mochila que custodiaba un tetra brick de vino Mercadona y dos vasos de plástico, y me dirigí hacia mi perdición, suite 302, tal como había quedado por teléfono con Caraciola.
Caraciola había sido mi profesora de acordeón en el Instituto. Recuerdo como 25 años atrás, sus inmensos ojos negros atraparon la mirada de todos los mocosos de la clase y despertaron la envidia entre las chicas, callando las voces ensordecedoras de la aula cuando se abrió la puerta de la clase y entró ella, la nueva profesora sustituta de Música. Era morena de pelo  rizado, alta, esbelta, delicada,  piel blanca, y pechos pequeños pero firmes. Mi corazón latió como no recuerdo que nunca lo haya hecho. De repente me sorprendí a mí mismo, prestando atención a las explicaciones que aquellos increíbles labios carnosos, pintados en rosa suave, estaban dando. Terminó la lección y ni siquiera había interrumpido a la maestra una sola vez, como solía hacer, cuando de repente me sacaron del trance unas carcajadas. Miré, y eran mis estúpidos compañeros escrutándome. Todos se habían dado cuenta, la profesora había cautivado, mi ya, colesterólico corazón.
La profesora miró sonriendo mientras abandonaba la clase; ella se había dado cuenta también. Mi temperatura subió cual cafetera en ebullición, todos se reían de mi cara carmesí. Mi pene sufrió una gigantesca erección. La vergüenza no era habitual en mí, pero en esos momentos hubiese dado cualquier cosa por no estar allí. Era el centro de atención de docenas de ojos sonrientes, burlescos, chacóticos. A partir de ese día cuando la maestra sustituta entraba en clase, comenzaban las miradas hacia mí y, las carcajadas, codazos del compañero de pupitre, tremendas collejas, pataditas en la silla por los camaradas que se sentaban detrás y toda la clase pendiente de mi persona. Me había masturbado infinidad de veces pensando en ella.
Caraciola se creía una estratega militar reubicando alumnos en los exámenes. En uno de ellos, mientras repartía la prueba, nuestros ojos no pudieron apartarse los unos de los otros. Sus pupilas brillaban como lo haría, en una noche tranquila, la luna llena reflejada sobre el mar.
Confié en mi desbordante imaginación para aprobar el examen. Al finalizar la prueba ocurrió una cosa que me dejó perplejo, confuso y vacilante. Cuando todos mis compañeros estaban recogiendo, Caraciola se acercó a mi mesa y me dijo que tenía que hablar conmigo acerca de un trabajo que había presentado un par de semanas atrás. Tenía alguna duda sobre lo que había escrito y quería que yo se lo aclarara. Debía pasarme al final de esa mañana por su despacho. Fui a su despacho decidido. Al entrar, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Caraciola estaba desnuda, huérfana de prendas;  su vestido colgaba del perchero del despacho. Sus bragas negras estaban bajadas hasta los tobillos y un sujetador del mismo color cubría sus hermosos pechos. -" ¡Destrózame Anastasio!- susurró con voz lasciva. Indeciso, le pegué un brutal puñetazo que le izo saltar sus carcomidos incisivos, seguido de una feroz y vándala secuencia de patadas en su bajo vientre. " -Imbécil, que me folles!"- aclaró desde el suelo sangrando como una liebre a la que han decapitado. Me desnudé nervioso y tras varios intentos fallidos al equivocarme de orificio, copulamos como conejos. Aquella mañana de Mayo, perdí la inocencia con Caraciola.
Tres golpes en la puerta y un eructo, así lo habíamos acordado.  Estaba más nervioso que una monja con retraso menstrual. Un haz de luz vertical iluminó la zona central de su cara. Se detuvo unos segundos en el umbral de la puerta y, acto seguido, nuestros cuerpos se unieron frenéticamente en esa desapacible habitación, lejos de las miradas ajenas.
Mis nervios iniciales habían desaparecido, pero ella no podía disimular los suyos. Sus hermosas pupilas no podían mantenerme la mirada. Sentía tener el control de la situación. Su fragilidad incentivaba a protegerla. Nos enamoramos como se enamoran los chiquillos de quince años. Sin malicia. Puro cosquilleo en la barriga no por la úlcera. Miradas que no tenían final, y siempre con una canción de Bertín Osborne. Los años apenas habían pasado por ella,  aún seguía siendo la mujer más bella que había visto. Morena, cautivadora, celestial. Igual de hermosa. Fui lentamente acercándome a ella para besarla, y Caraciola cerró los ojos, pareciendo aceptar lo que iba a hacer.
Fue nuestro primer beso tras 25 años. Un beso resonante, lleno de ingenuidad, con  hábiles intercambios de fluidos salivales, recordando la fragancia de su largo y rizado cabello negro, que aspiraba lascivamente, mientras le cantaba con susurros en el oído la parte favorita de nuestra canción. Un trueno escalofriante nos sobresaltó a ambos. Caraciola, aterrada, se abrazó a mí fuertemente por la cintura, dejando escapar sonoras flatulencias. Yo la envolví con mis flácidos brazos, protector, como hacía años que no lo hacía.
Luego de un rato pareció amainar la lluvia. Esto nos dió a ambos la oportunidad de separarnos. Oportunidad que no aprovechamos, porque no quisimos.
Le arranqué el vestido negro, largo hasta los tobillos, como si me hubiese trasladado a mi adolescencia y tocara por primera vez a una hembra. Con la piel de gallina, mis estrábicas pupilas dilatadas, y el corazón a mil, me dejé llevar por un arrebato de libertino que jamás había probado. Minutos después, la dantesca escena ofrecía un cuadro con ropa dispersada, la lámpara en el suelo, heces sobre las sábanas y nuestros cuerpos, ya relajados, estirados en la cama boca arriba, con el pitillo colgando de la oreja, mirando el techo en silencio. Cantamos con devoción una canción de Enrique y Ana. Habíamos fornicado como cerdos. De hecho el silencio y las colillas que escupían aros de humo , se habían convertido en los protagonistas durante todo el proceso copulativo, sólo interrumpido por agudos gemidos de placer.
Alargué el brazo hasta mi mochila de la que saqué el tetra brick de vino y un paquete de tabaco. Brindamos.  El humo y el morapio pasaron a ser unos invitados más del libidinoso y becerril encuentro.
Unimos nuestros labios por última vez en un beso puro, sincero y abandonamos el motel.






martes, 27 de marzo de 2012

POR FIN TENEMOS PISO.

Jacinta y yo, ya estábamos dispuestos a dar el siguiente paso: ir a vivir juntos en pecado concebido. Si queríamos el piso de nuestros sueños teníamos tres opciones. Heredarlo, autosugestionarnos o ser muy ricos. Y evidentemente no reuníamos ninguno de los tres requisitos, por lo que nos inscribimos a una infinita lista de aspirantes a una vivienda de Protección Oficial. Mis ingresos como vendedor ambulante de globos y confetis y la nómina que la multinacional de hamburguesas para obesos abonaba a Jacinta junto a su miserable adicción a las máquinas tragaperras, no nos permitía aspirar a mucho más. No sobraba demasiado mes al final del sueldo.
Mirábamos, ansiábamos con ilusión el año en el que nos iríamos de casa de nuestros decrépitos padres. No porque no los aguantáramos, por pelas, influencias, violencia u otros motivos. No. Lo mirábamos con ilusión porque era un paso importante en nuestro camino de convertirnos en adultos superados ya los 40.  Recogíamos como quinceañeros  trastos de la calle cuando íbamos ebrios y decíamos -"esto pal piso!"-. Robábamos tapetes de ganchillo debajo de fotos de comunión de casa de los amigos.  Hurtábamos astutamente el costurero en la caja de galletas de mantequilla de las viviendas de familiares, para empezar una nueva vida. Añoraría a mi madre hablar con su amigo invisible después de discutir, me entristecería no volver a quedarme aislado cuando mi madre fregaba el comedor. Me sentiría afligido por no recibir de nuevo el desprecio más rotundo de mi padre cuando le decía que me iba la zoofília, pero había llegado mi hora, nuestro momento.
Como un matrimonio con los ojos inundados de esperanza abren la puerta de su nuevo chalet adosado. Uno de los preciosos sueños americanos que se han contagiado hasta en el viejo continente en aquellos lugares donde los bosques son de asfalto y vidrio.
Estábamos impacientes por nos trajeran tartas nuestros nuevos, por injuriar a vecinos cuya religión les impidiera taladrar de lunes a viernes,  por robarles el wifi , por poder  apuntar tranquilamente al agua del inodoro mientras meo, por establecer nuestro centro de operaciones en la cama los Domingos. Sí, queríamos empezar una nueva vida. Y no de la forma que jurábamos los Domingos por la mañana al borde de la deshidratación. Queríamos irnos de casa para sentirnos libres por fin, no dar a nadie explicaciones, no aguantar malas intenciones, no soportar palabras desagradables, ni gritos, ni impertinencias.
Ayer mientras me masturbaba escuchando ópera, recibí una llamada del funcionario del Ministerio de Vivienda en la qué me informaba que nos habían otorgado el piso. Me vestí apresuradamente y corriendo me dirigí al apartamento, nuestro nuevo hogar, nuestra morada. Llamé inmediatamente al afrancesado interiorista para que empezara a bocetar su decoración. 15m2 de lar, de cobijo en un vigésimo séptimo piso sin ascensor. Sin agua potable, energía eléctrica ni servicio telefónico. Paredes colonizadas por asentamientos, grietas, desplomos, humedades y salitre. Exenta de instalacón hidráulica, sanitaria, eléctrica y de gas en condiciones, el piso se ubicaba dentro del área de afectación de líneas de alta tensión, ductos subterráneos, depósitos de combustibles y áreas inundables.
Inmensamente feliz, pero triste por la ausencia de Jacinta, de viaje promocionando su libro, le escribí una carta:






viernes, 23 de marzo de 2012

MI PASIÓN POR LA PINTURA

Flores al sol, una de mis obras.
Desde aquel caluroso día de 1993 en que me quedé deslumbrado frente a una reproducción de “La Maja Desnuda” de Francisco de Goya, no hice más que soñar con ver en persona alguna de sus majestuosas obras. La alquimia y la pintura se entretejen y configuran el ser de mis posts. Hablar de mi vulgar poesía es hablar de momentos claves de mi vida. Descubro que, como en una tela tejida por finísimos hilos, ciertos encuentros del pasado siguen un aquí y un ahora. Espacio y tiempo se entrelazan y despliegan para que yo empiece a contar.
Mi pasión por la pintura empezó en el reformatorio donde transcurrió una parte importante de mi niñez. Desde muy niño se sentí atraído por la pintura cosa que me parecía algo mágico siempre que conseguía unos lápices y papel. En el correccional la materia que más me llamaba la atención era el dibujo del que fui creando mi propia existencia. Dibujaba esbeltos penes en apuntes ajenos, delineaba perfectos tubérculos y travestía a políticos en el periódico a base de bigotes y pestañas azules.
Hay momentos en la vida en que elegimos hacer algo, ocupar nuestro tiempo y que nos hace ver las cosas de otra manera, algo que nos llena la vida y nos hace sentir una gran alegría. Para algunos es el deporte, para otros el macramé o bailar salsa acrobática, yo elegí  la pintura. Crear y desarrollar nuevas cosas ocupó gran parte de mi vida, las ideas brotaban, los proyectos surgían incontenibles en mi cabeza, exploraba nuevas técnicas, materiales, texturas, logrando de la nada hacer algo hermoso.
Mi vocación artística se forjó a través de mi abuelo que me animó a pintar penes gigantes en los tejados para que éstos se pudieran ver desde el Google Earth. Me enseñó con paciencia como pintar un bigote y unas gafas a la foto de mi currículum.
A los 14 años ya pintaba grafitis con innumerables faltas de hortografía. A los 16 ya me atreví con los retratos severos de antepasados para ser colocados sobre chimeneas de caserones.
A los 17 ya tatuaba a garrulos su nombre en el brazo por si se les olvidaba. Y a los 18, me matriculé y estudié Bellas Artes para terminar  pintando cuadros para el Corte Inglés.
Igual que mi pintura, acojo cortésmente las miradas tranquilas, los ademanes fluidos, las opiniones suaves, la sonrisa que dibuja el reconocimiento. Mi mundo artístico está poblado de manera exclusiva por mis preferencias, la figura, el retrato, las escenas de género, los paisajes, las vistas de ciudades que admiro y sobretodo el desnudo de la mujer. En la desnudez, sin temores, hay un hondo acercamiento a lo humano hecho carne para expresar el mundo interior femenino. Aquellas bases sólidas de mis años juveniles de aprendizaje sostienen hoy con creces y total confianza mis características propias para el dibujo, para la distribución de las masas de color, para los tratamientos de luz y oscuridad, para la plasmación de los asuntos, para el procedimiento, para el empleo exacto, amplio y seguro del óleo y para desplegar esa soltura de la pincelada que nunca me abandona. No obstante, soy un incomprendido. Frente a esa negación del cuerpo que caracteriza nuestra cultura pacata y temerosa, asumo el desnudo femenino como un arte que lo que estiliza, aísla y abstrae. Así, en mis obras, apreciamos antes la pintura que lo pintado. La obra figurativa deja descansar su interés representativo y da paso al realce de la pincelada, al juego polar del cromatismo, a la modulación tonal, a campos de color y a dimensiones que nos sorprenden. En la superficie total de un lienzo, la mirada actual acota zonas y enmarca y crea límites que nos alejan de los motivos, los asuntos y los temas para acercarnos como valores expresivos máximos a los gestos plásticos. Ante mis incomprendidos óleos podemos ejercitar también esa mirada y dejar que recorra unas y otras zonas apreciando mis elecciones y su ejecución, y disfrutando de mi afinado conocimiento.





martes, 20 de marzo de 2012

CONSULTORIO DÖCTOR PREPUZIO XV

Antonio Garcia Gran Anastasio, ¿ Por qué no hay dos sin tres ?

Apreciado Antonio
La frase no hay dos sin tres, es un cliché. El término cliché, para quienes ignoran dicho vocablo, se refiere a una frase, acción o idea, habitualmente estúpida, grotesca y ridícula, que ha sido usada en exceso, hasta el punto en que se pierde la fuerza o novedad pretendida, especialmente si en un principio fue considerada notoriamente poderosa o innovadora. A través del tiempo, estas expresiones se han ido cargando con una multitud de significados. Estudios realizados por prestigiosos arqueólogos, entre los que se encuentra quién escribe estas líneas, defienden que esta frase hecha, es un mensaje satánico. Un anuncio zoroastrista. Una nota luciferaza. Un aviso belcebuniano, una advertencia leviatana. Efectivamente, si leemos al revés dicha expresión: " sert nis sod yah on", la frasecita acojona por sí sola. Literalmente este enunciado significa: " Te voy a amputar el pene" en el extinguido idioma frigio. Te sugiero que omitas la utilización de este tipo de estúpidas y estériles expresiones de uso común por la mayoría de parlantes de la comunidad lingüística.

Diego Gomez Fernandez Doctor. Mi novia pesa 115 kilos y mide 1,55 cm. Ella está deprimida porque se ve gorda. ¿ Como la puedo ayudar?


Apreciado Miguel,
Sin duda, debéis contarle la verdad. Tu amiga está el último proceso de obesización y mantecación. Y además es pigmea, enana, liliputiense. Seguro que le transpirarán las manos y le apestarán los pies. Es un trastorno agonizante pero remediable. Necesitará todo el apoyo de su familia y amigos. Requerirá de tu amparo: Cómprale un buen sillón y una pantalla de plasma de última generación. Oblígale a dormitar 15 horas al día. Úntala con grasa de tocino para tonificar su piel. Anímala a ingerir alimentos sanos y equilibrados ( se recomienda una docena de bolsas de Doritos, Mcmenús triples con extra de mayonesa, mucha pizza, cinco piezas de filete de ballena y todo ello regado convenientemente con una garrafa de 10 litros de refresco rico en azúcares y calorías ), evita que realice cualquier actividad física y dale vueltas cuando esté sentada en el sillón para evitar que le florezcan escamas.


viernes, 16 de marzo de 2012

JACINTA PRESENTA SU PRIMER LIBRO

Jacinta, presentó su primer libro " Memorias de una becerra", con lágrimas en los ojos que incluso le impidieron hablar en varios momentos de una rueda de prensa muy emotiva, en la que destacó, con sus habituales dificultades en el habla, que -“había cumplido un sueño”-. Acompañado de un traductor para sordos, su inseparable osito de peluche y su madre, estuvo muy conmovida durante todo el acto celebrado en los aseos del Mercadona, rebosantes de holgazanes de Barranquillas (Madrid), dónde vio nacer a esta mugrienta mujer de mísero intelecto hace 40 años, en dónde todavía hoy, es un ídolo , un icono, un ejemplo a seguir por miles de gitanos y vagabundos.  Jacinta  compareció puntual a la rueda de prensa. Estaba visiblemente nerviosa, con su sucio traje-chaqueta  salpicado por aceite y mayonesa. Mostraba amplias manchas de sudor en las axilas y la enorme barriga le deformaba una blusa que se abría y dejaba ver un ombligo peludo y grasiento. Sonreía con una risita indecente que ponía al descubierto unos dientes desiguales, torcidos, quebrados, con varias capas de sarro que colgaban de unas sangrientas y putrefactas encías. Sus orejas, de longitud exagerada, rebosadas de amargo cerumen, le otorgaban un aspecto aterrador, fétido. Su nariz, torcida, tosca, afilada, repleta de puntos negros como un error del buscaminas, le confería una fisonomía vomitiva, repugnante. Jacinta declaró con voz de camionero ucraniano-"sentirse orgullosa del libro en el que el prólogo fue redactado por mi amigo, mi compañero, mi amor, Anatasio Prepuzio. Un prólogo lleno de recuerdos, y que me ha dado la idea de hacer mis pinitos en la literatura.”-, fueron las perlas cultivadas de Jacinta en su preámbulo antes de presentar el libro  en sí. Jacinta bebió un sorbo de agua, expectoró estrepitosamente escupiendo en la mesa un repugnante esputo de saliva con alto contenido mucoinfeccioso, y prosiguió con su presentación. Estaba nerviosa, tensa. Su obeso cuerpo transpiraba de forma apestosa y maloliente. Le picaba el pubis por la cantidad de ladillas, herpes y hongos que colonizaban sus genitales. Se rascó con ostentación su sexo, olfateó con depravación los dedos con los que había friccionado sus órganos sexuales y prosiguió con la explicación. Profesándome en todo momento una gran admiración,  tuvo palabras de cariño y amor, así como gestos, besos y miradas tiernas hacia mí durante el evento. - Se trata de una biografía que a lo largo de 130 páginas aborda desde mi infancia hasta la actualidad, centrándose no sólo en su vida pública, sino también personal.”- explicó Jacinta. -¡¡¡Fea!!!! -increpó un exaltado asistente. 




Jacinta  visiblemente compungida, aguardó pacientemente que cesaran las injurias. Estaba abatida, hundida. Tenía introducido su dedo índice en el orificio nasal. Lo movía cuidadosamente en círculos. Palpó con la yema del dedo el preciado material y tras extraerlo y observar que era de óptima calidad, lo usó como aperitivo. Eructó miserablemente y reanudó la explicación. -“"Quisiera que la gente que lea el libro se sienta implicada, parte de esa vivencia, que se pueda meter adentro del personaje", agregó. -” Guarra!!!, Cerda!!!!!!!” - interrumpieron de nuevo varios asistentes. Con lágrimas en los ojos y voz temblorosa,  Jacinta reemprendió la conferencia.
Los chorros de sudor caían por su frente. Olía como un vertedero. Cada vez que abría la boca, le quedaban varios hilillos de sucia saliva entre el labio superior y el inferior. Llegó hasta uno de los concurrentes, el aliento de su bufido. Una bufido nauseabundo y repugnante que les impactó de lleno. Una pestilencia compuesta de una mezcla de ajo, pescado y perro muerto en estado de descomposición que le ocasionó arcadas y vómitos.  -“Tápate la boca para hablar, cloaca miserable!!! Ja Ja Ja!!“- interrumpió de nuevo. Mi pobre Jacinta  estaba alicaída y humillada, sentada en su silla, con la cabeza gacha. Tenía la camisa empapada de moho. Su pequeña caja torácica estaba unida a la cabeza con ausencia de cuello. La única diferencia entre ella y un sapo era el color de la piel. Cerró los ojos y comenzó a respirar tranquila como una manera de controlar su cuerpo sometido a la presión. Tenía los dientes sucios y pringosos, con restos de las galletas de chorizo que acababa de comer. Aliviada del estrés, Jacinta prosiguió con la presentación. -“Me encuentro en la etapa de mi vida en la que ha logrado aceptarme y quererme, y me siento abiertamente feliz con mis defectos y mis virtudes y no me agobio por lo que dirán.”-. Cuando hablaba escupía pequeñas burbujas de radioactiva saliva blanca repletas de pus. Se rascaba compulsivamente el cráneo. Tenía una fábrica de nieve artificial en la cabeza de la que caían abundan copos de caspa. No. No eran copos. Eran costras y cortezas de rasposa y desprendida piel capilar. Tenía la cara poblada de repugnantes granos, forúnculos infectados y abscesos ulcerados repletos de gusanos y lombrices enroscándose. Los asistentes le miraban con ojos achinados, como intentando ver un dibujo oculto. Su rostro parecía una estatua de cera a medio derretir. La Madre Naturaleza había sido despiadada y cruel con ella. Entre silbidos y abucheos Jacinta concluyó la presentación, brindándome una bella dedicatoria:

 

martes, 13 de marzo de 2012

LA JODIDA ESPINILLA

El vaho de la ducha se había disipado casi por completo. Apuré con la toalla los últimos retazos de espejo empañados, con cuidado de no emborronarlo. Sonreí al espejo y él me devolvió el gesto con dedo corazón levantado como respuesta. Entonces la vi. En mi mano izquierda, la que utilizo para orinar. Con evidente mala fe, la pesadilla de aquella puta espinilla, aquella repugnante impureza cutánea volvía a hacerse realidad.
Volví a limpiar el espejo, esta vez sin cebarme en delicadezas, pero no era  una mugrienta mancha. No del espejo.
Boquiabierto comprobé como mi piel tersa se hinchó lentamente en los confines de mis labios. No pude evitar el estúpido parpadeo frenético que acompañan los tópicos de la sorpresa, pero sabía bien que no era una ilusión. Me había salido un grano. La visión me ruborizó y el bulto enrojecía. Sentí presión, y no sólo física. El calor se estaba extendiendo, se enraizaba en la muñeca, trepaba sobre mis dedos de pocero. Tenía que hacer de tripas salchichón.
Apreté con una combinación digital pinzante la zona anexa, y pronto me di cuenta que si quería conseguir resultados debía presionar con más intensidad aquella zona, obligar a aquella jodida espinilla a dar la cara. Aquel primer intento fallido sirvió para que la espinilla reaccionara y al poco tiempo asomara su pequeña cabeza, que no era como pudiera pensarse de color negruzco, sino de una bella e insólita tonalidad amarilla. Para mi sorpresa, al poco de empezar a asomar esa cabecilla, noté que si presionaba con la suficiente intensidad, la espinilla comenzaba a aflorar, realmente de su interior surgía un delgado filamento blanquecino-amarillento a consecuencia de mis maniobras opresoras digitales.
Mis índices lo acorralaban ferozmente, y ocurrió lo inesperado. El tiempo se detuvo, el cristal se empañó de nuevo, pero esta vez no fue por la ducha; era mi cabeza. Volví  a ver el nacimiento de la pequeña pústula, un recuerdo que me asaltaba una y otra vez, hasta que por fin me di cuenta. Las dudas acerca de la exacta naturaleza y las intenciones de aquel filamento que de su interior surgía, mi temor cada vez mayor a que aquella sustancia formara parte del tuétano de mi zarpa , y mis visitas a homeópatas en busca de una explicación racional empezaron a convertirse en una obsesión. Algo había nacido junto a la abominación, un gemelo de la excrecencia, incorpórea, pero no por ello menos turbadora. Fascinación para científicos y facultativos. Descubrí mi espalda, mis tupidas axilas y mi escroto bañados en sudor helado al reconocer lo que siento por la anomalía.
No podía estar pasando, no debería, pero era así, o así lo interpretaban mis dedos, que se  separaban sin apenas darme cuenta. Mi conciencia había quedado nuevamente dividida, exorcizada. Punzadas de marginación, desprecio, brusquedad, odio y dolor. La espinilla se había convertido en una protuberancia del tamaño de un huevo y el simple roce me resultaba un suplicio. Pensé que lo mejor era lavarlo como me habían dicho, así que dirigí un chorro suave de agua tibia que no hizo mas que acrecentar la molestia, y notar como el jodido huevo empezaba a palpitar como si tuviera que cobrar vida. El olor llegó a mis grotescas fosas nasales y me recordó el hedor de carne podrida de mi pueblo los dos días de la matanza. Los retortijones y las arcadas me invadieron y empecé a vomitar el escaso desayuno que había tomado. Trozos de tostada, nocilla, fruta y pizza, se mezclaron entonces con el pus que supuraba de su herida creando una masa pegajosa que intenté retirar con un poco de agua y una gasa. Sobre la colina terciopelada había nacido una obscenidad esmeralda, rebosante de fluidos y autoridad.
Parecía contenido, como si quisiera revelarme a gritos una verdad universal pero la guardase para un último momento. No me atreví a tocarlo, ni siquiera a dejar de mirarlo. No sabía si lo que resbala por mis mejillas eran lágrimas o pus. La piel se había convertido en escamas cubiertas de parásitos de la carne. Empecé a delirar. Noté como el miedo me llenaba la mente y vacaba la vejiga al mismo tiempo. El corazón se disparaba. 
Con evidente excedente de testiculina, cogí un enorme cuchillo de cocina y me amputé la mano.






miércoles, 7 de marzo de 2012

ABDUCIDO

Sentado en el bosque,  chupaba con ahínco unas cabezas de gambas  que  había encontrado en una papelera de mi barrio. Había finalizado una fructífera jornada de búsqueda de setas y empezaba a oscurecer. Después de soltar un fétido eructo, me limpié los dientes con el plástico de mi paquete de tabaco. Mi grimosa  uña del dedo meñique era utilizada hábilmente para extraer el amargo cerumen de mi oreja. Estaba pálido, sudaba como un cerdo apestoso. Tenía hinchado el colon que me pedía a gritos evacuar las setas que con tanto gusto me había comido. Me encendí un cigarrillo, me bajé los pantalones y me puse en cuclillas al lado de un abeto. Me balanceaba de un lado a otro, apretando con fuerza el punto caliente de mi vientre. Tenía los ojos rasgados y vidriosos de tanto constreñir los intestinos. Chillaba como un perro al que están apaleando brutalmente, gritando como si tuviera que defecar afilados cristales. Después de un esfuerzo enorme logré expulsar una hez gigantesca, descomunal, imponente, un sedimento  sanbernardiano. Una auténtica obra de arte. Levanté, aliviado, la mirada y quedé extasiado al observar el cielo preñado de estrellas. De pronto algo llamó mi atención; un gran disco de color naranja, surcó el cielo de forma fugaz.
Posteriormente, una luz potentísima, un destello deslumbrante, con secuencia de intensísimos relámpagos que silenciosos estallaban a mi alrededor iluminando el follaje,  me dejó encegado.  En ese momento me encontraba demasiado obnubilado por la experiencia que había presenciado para razonar con posibilidades de deducción lógica. Recuperada parcialmente la visión, divisé una figura macrocéfala de dos metros de estatura y unos 300 kilos que bajaba por un terraplén. Se inclinaba hacia adelante al andar, manteniendo los brazos en la misma dirección, de modo que parecía imposible que pudiera mantener el equilibrio. Los brazos parecían salir de su pecho, no de sus hombros. El ser, desnudo, con gigantescos pechos llevaba un gorro de piscina que sólo me permitió distinguir dos ojos redondos. Dos rayos de luz, estrechos como lápices, se proyectaron desde las pupilas de  la figura y me alcanzaron de lleno. Me desvanecí.
Una vez dentro de la nave, me despojaron de mis ropas y se me sometieron a un reconocimiento médico en una cámara contigua, de aspecto  clínico, con paredes blancas y una mesa de operaciones, semejantes a las  de los quirófanos, en el centro del habitáculo. Me operaron de fimosis y me practicaron una colonoscopia.
Desperté hablando alemán .Me quedé un rato acostado, mientras intentaba recordar los hechos ocurridos el día anterior.
La llovizna caía en el exterior en cascadas  sobre los campos esteparios, golpeando la tierra hasta convertirla en fango, diluyendo el fango en ríos rojizos que se deslizaban por entre las rocas y desembocaban en un mar batido por la lluvia. Me levanté de la camilla y divisé  a una especie de humanoide inmóvil custodiando a la puerta.
Era una alimaña cuasihumana, hembra, totalmente desnuda, de adiposas y gigantescas dimensiones. Hirsuta de pies a cabeza, parecía un perfecto híbrido entre orco y orangután. Llevaba una cinta roja en el cabello negro y lacio; su rostro era pálido y famélico, y sus ojos celestes, líquidos y transparentes, estaban clavados en mi diminuto pene. Empecé a acojonarme. No sabía dónde estaba.Temblando con una debilidad nerviosa incontrolable, me acerqué a aquella tripuda. -" ¿Donde estoy?"- pregunté asustado. La oronda criatura me respondió eructando con altas dosis de guturalidad en un dialecto desconocido para mí. Con un gesto me indicó que la siguiera. Los pies descalzos de la mantecosa resonaron sobre el piso de hormigón, jadeando por el esfuerzo, con el cuerpo encorvado por el peso de sus faraónicos pechos. Entramos en una especie de ascensor. Las puertas automáticas se nos cerraron en la cara, y una flecha verde se encendió en la parte superior para indicar que bajaba a toda velocidad. Observé con los ojos entrecerrados a aquella asquerosa atocinada con sentidos rodomagnéticos, y de pronto lo comprendí. Una sensación de frío pánico me invadió. Había sido abducido.
La ardiente y bochornosa brisa nos cortejaba en toda la travesía por un desangelado e inhóspito páramo. No existía ni un mínimo vestigio de vegetación. Efectuamos una parada para almorzar en un inhóspito lugar dentro de aquel monótono y desguarnecido paisaje  cargado de fumarolas, solfataras y pozas de lodos  hirvientes. La rolliza sacó de una pequeña mochila una generosa ración de una especie de panceta, y empezó a deglutirla como si no hubiera mañana.Parecía un mamut hambriento. Le sudaban la manos y le olían los pies. La grasa mantecosa brotaba de su piel brillante y sebosa.  Con las manos llenas de grasa, chupaba astutamente hasta el último huesoTenía el cuerpo parasitado de pústulas execrables, rebosantes de putrefactos fluidos y obscenidades esmeraldas. 
Proseguimos la ruta en dirección sur. Había parado de llover. La luz de la mañana nos daba en los ojos, y el olor dulzón de la madera aserrada y del humo de leña flotaba en el aire. Sufrí un shock emocional al llegar a un pequeño monte rocoso.  Aquello era la gran hermandad de las gordas. Cientos de adiposas, totalmente desnudas, aguardaban mi llegada.
La reina, enorme, pesada y dotada de abundancia de carnes, grasa y manteca,  estaba sentada huérfana de prendas sobre una roca, inmóvil. Sus ojillos se veían disminuidos tras los gruesos cristales de sus anteojos y su aspecto general era descuidado y enfermizo, con escamas por todo el cuerpo. La criatura me recibió con una tímida sonrisa, extendiendo una gigantesca y sudorosa mano hacia mi, que la torné amablemente. Los planos angulosos de su rostro rubicundo indicaban una fuerza poco común. Un gesto lascivo de aquella criatura, chupando un helado imaginario, y la ausencia de machos en aquel hosco planeta, me alertaron de cuales eran sus intenciones. Había sido elegido para perpetuar su especie.
Durante cinco agónicos y moribunos días, me obligaron a copular con todas ellas. Llegué a bautizar a mi pene como Messi, pues no podía parar de meterla. El sexto día, con quince kilos perdidos por el esfuerzo, caí desmayado.
Desperté confuso en aquel bosque en el que había plantado un pino. Sentimientos de ira y alivio se entremezclaban en mi mente. Nunca volvería a ver a mis futuros hijos, pero me ahorraría la pensión.





viernes, 2 de marzo de 2012

LA VISITA DEL MÁS ALLÁ

Hoy he recibido una inesperada visita. No, no me refiero a Sergio Dalma,  puesto que él me visita con frecuencia para que le regale un caramelo de eucaliptus. De quién he tenido la visita es de  mi amigo invisible, mi compañero e inseparable camarada de cuando tenía un parche en el ojo, el amiguito que tenía cuando apenas peinaba vello testicular. Ha resucitado de entre los muertos y se ha manifestado ante mí.  Al principio pensé que era un rudo exprimidor de naranjas, pero no, era mi amigo invisible. La verdad que he pasado miedo, no porque un difunto se presente ante mí, ya que yo acostumbro ver muertos, sino porque pensaba que mi amiguito invisible venía a vengarse de estos años de muerte y olvido.
La gente se va de este mundo cruel y atroz, y muchos no logran despedirse. Otros se arrepienten de la forma en que lo hicieron. A veces cuando tienen asuntos pendientes se quedan por aquí, haciéndonos compañía, vociferando psicofonías en hebreo, tratando infructuosamente de comunicarse. Otras veces simplemente se van, se marchan y parece mentira que no volveremos a saber de ellos. De repente te encuentras perdido, extraviado, desorientado,  y no lo entiendes, no entiendes el sentido que tiene esta jodida vida, y la muerte te parece un chiste cruel del titiritero que nos agrada llamar Dios. A veces somos nosotros quienes nos arrepentimos cuando alguien fallece, nos compungimos de tantas cosas, cosas que no le dijimos, por qué no le expliqué  porque los sugus de piña son azules, por qué no le relaté qué cojones hacer con el color blanco del plastidecor; arrepentido de no haber podido explicarle quién pone las rayitas en la pasta de dientes, por prohibirle ponerse varias capas de ropa para no pagar por sobrepeso a Ryanair. Afligido por haberle impedido disfrutar del fantástico fenómeno de ver crecer un geranio. Por no confesarle que sus padres eran hermanos. Reconcomido por no haber podido demostrarle mi amor cediéndole la última croqueta. Contrito por lo que dijimos, que hicimos o que dejamos de hacer, y ese puede ser el peor de los fantasmas.
Yo suelo, en momentos de aburrimiento,  hincar una rodilla en tierra y volviendo los ojos hacia oriente, esperar hasta que empiece el amanecer. Con los primeros rayos del alba, me como un chicle con nueces,  cojo dos huesos de pollo que coloco formando una cruz en aspa, y camino 8.119 pasos, para posteriormente echarme al suelo, bien estirado, con las palmas de las manos contra los muslos, los ojos hacia el cielo, escupiendo flema en tres secuencias de tres esputos, y en esta postura llamo por su nombre a aquel a quien deseo ver, teniendo mucho cuidado en no turbarme cuando vea aparecer el espectro. Solicito su presencia por medio de las siguientes palabras: EGO SUM, TE PETO ET VIDERE, QUOERO, GIBRALTAR ESPAÑOL!; oscuridad total, tal pezones de Beyoncé, y el difunto aparece.
Con esta simple técnica he podido establecer conversación con Napoleón, el Rey Herodes, Julio Verne, Curro Jiménez o con el mismísimo Nicolás Copérnico, con quién he tomado cañas deliberando sobre si los agujeros negros, pueden considerarse sodomía.
Mi amigo invisible esta vez ha venido para ver de nuevo mi suave y provocativo movimiento de caderas, para cumplir su codiciado sueño, su ansiado anhelo…




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