El taxímetro rogaba diez euros y medio. El taxista, sentado en un grotesco asiento de bolitas de madera, subió el volumen de la radio cuando notó que me gustaba la canción. Sonaba Falete. Se detuvo justo al lado de la puerta de un motel mugriento hasta en las luces de neón. Pagué con un billete falso, cogí mi mochila que custodiaba un tetra brick de vino Mercadona y dos vasos de plástico, y me dirigí hacia mi perdición, suite 302, tal como había quedado por teléfono con Caraciola.
Caraciola había sido mi profesora de acordeón en el Instituto. Recuerdo como 25 años atrás, sus inmensos ojos negros atraparon la mirada de todos los mocosos de la clase y despertaron la envidia entre las chicas, callando las voces ensordecedoras de la aula cuando se abrió la puerta de la clase y entró ella, la nueva profesora sustituta de Música. Era morena de pelo rizado, alta, esbelta, delicada, piel blanca, y pechos pequeños pero firmes. Mi corazón latió como no recuerdo que nunca lo haya hecho. De repente me sorprendí a mí mismo, prestando atención a las explicaciones que aquellos increíbles labios carnosos, pintados en rosa suave, estaban dando. Terminó la lección y ni siquiera había interrumpido a la maestra una sola vez, como solía hacer, cuando de repente me sacaron del trance unas carcajadas. Miré, y eran mis estúpidos compañeros escrutándome. Todos se habían dado cuenta, la profesora había cautivado, mi ya, colesterólico corazón.
La profesora miró sonriendo mientras abandonaba la clase; ella se había dado cuenta también. Mi temperatura subió cual cafetera en ebullición, todos se reían de mi cara carmesí. Mi pene sufrió una gigantesca erección. La vergüenza no era habitual en mí, pero en esos momentos hubiese dado cualquier cosa por no estar allí. Era el centro de atención de docenas de ojos sonrientes, burlescos, chacóticos. A partir de ese día cuando la maestra sustituta entraba en clase, comenzaban las miradas hacia mí y, las carcajadas, codazos del compañero de pupitre, tremendas collejas, pataditas en la silla por los camaradas que se sentaban detrás y toda la clase pendiente de mi persona. Me había masturbado infinidad de veces pensando en ella.
Caraciola se creía una estratega militar reubicando alumnos en los exámenes. En uno de ellos, mientras repartía la prueba, nuestros ojos no pudieron apartarse los unos de los otros. Sus pupilas brillaban como lo haría, en una noche tranquila, la luna llena reflejada sobre el mar.
Confié en mi desbordante imaginación para aprobar el examen. Al finalizar la prueba ocurrió una cosa que me dejó perplejo, confuso y vacilante. Cuando todos mis compañeros estaban recogiendo, Caraciola se acercó a mi mesa y me dijo que tenía que hablar conmigo acerca de un trabajo que había presentado un par de semanas atrás. Tenía alguna duda sobre lo que había escrito y quería que yo se lo aclarara. Debía pasarme al final de esa mañana por su despacho. Fui a su despacho decidido. Al entrar, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Caraciola estaba desnuda, huérfana de prendas; su vestido colgaba del perchero del despacho. Sus bragas negras estaban bajadas hasta los tobillos y un sujetador del mismo color cubría sus hermosos pechos. -" ¡Destrózame Anastasio!- susurró con voz lasciva. Indeciso, le pegué un brutal puñetazo que le izo saltar sus carcomidos incisivos, seguido de una feroz y vándala secuencia de patadas en su bajo vientre. " -Imbécil, que me folles!"- aclaró desde el suelo sangrando como una liebre a la que han decapitado. Me desnudé nervioso y tras varios intentos fallidos al equivocarme de orificio, copulamos como conejos. Aquella mañana de Mayo, perdí la inocencia con Caraciola.
Tres golpes en la puerta y un eructo, así lo habíamos acordado. Estaba más nervioso que una monja con retraso menstrual. Un haz de luz vertical iluminó la zona central de su cara. Se detuvo unos segundos en el umbral de la puerta y, acto seguido, nuestros cuerpos se unieron frenéticamente en esa desapacible habitación, lejos de las miradas ajenas.
Mis nervios iniciales habían desaparecido, pero ella no podía disimular los suyos. Sus hermosas pupilas no podían mantenerme la mirada. Sentía tener el control de la situación. Su fragilidad incentivaba a protegerla. Nos enamoramos como se enamoran los chiquillos de quince años. Sin malicia. Puro cosquilleo en la barriga no por la úlcera. Miradas que no tenían final, y siempre con una canción de Bertín Osborne. Los años apenas habían pasado por ella, aún seguía siendo la mujer más bella que había visto. Morena, cautivadora, celestial. Igual de hermosa. Fui lentamente acercándome a ella para besarla, y Caraciola cerró los ojos, pareciendo aceptar lo que iba a hacer.
Fue nuestro primer beso tras 25 años. Un beso resonante, lleno de ingenuidad, con hábiles intercambios de fluidos salivales, recordando la fragancia de su largo y rizado cabello negro, que aspiraba lascivamente, mientras le cantaba con susurros en el oído la parte favorita de nuestra canción. Un trueno escalofriante nos sobresaltó a ambos. Caraciola, aterrada, se abrazó a mí fuertemente por la cintura, dejando escapar sonoras flatulencias. Yo la envolví con mis flácidos brazos, protector, como hacía años que no lo hacía.
Luego de un rato pareció amainar la lluvia. Esto nos dió a ambos la oportunidad de separarnos. Oportunidad que no aprovechamos, porque no quisimos.
Le arranqué el vestido negro, largo hasta los tobillos, como si me hubiese trasladado a mi adolescencia y tocara por primera vez a una hembra. Con la piel de gallina, mis estrábicas pupilas dilatadas, y el corazón a mil, me dejé llevar por un arrebato de libertino que jamás había probado. Minutos después, la dantesca escena ofrecía un cuadro con ropa dispersada, la lámpara en el suelo, heces sobre las sábanas y nuestros cuerpos, ya relajados, estirados en la cama boca arriba, con el pitillo colgando de la oreja, mirando el techo en silencio. Cantamos con devoción una canción de Enrique y Ana. Habíamos fornicado como cerdos. De hecho el silencio y las colillas que escupían aros de humo , se habían convertido en los protagonistas durante todo el proceso copulativo, sólo interrumpido por agudos gemidos de placer.
Alargué el brazo hasta mi mochila de la que saqué el tetra brick de vino y un paquete de tabaco. Brindamos. El humo y el morapio pasaron a ser unos invitados más del libidinoso y becerril encuentro.
Unimos nuestros labios por última vez en un beso puro, sincero y abandonamos el motel.