Eran las 11.00 h. de la mañana. Sentado en un roñoso sofá que antaño había sido blanco, divisé a través de la ventana como las nubes se tornaban de color plomizo; casi negro. A lo lejos, el centelleo de un aguacero, con enérgico aparato eléctrico iba tomando cuerpo. El estruendo de un trueno acalló cualquier duda. Me estaba corroyendo la pereza y la inacción. Desde mi reciente inactividad, al embargarme el Ayuntamiento mi puesto ambulante de globos y confetis, mi actividad diaria se limitaba a lecturas acerca de demencias esquizoides y al cálculo de complejos logaritmos. Estaba hastiado. Ladeando mi macrocefálica cabeza observé durante unos instantes el teléfono que reposaba en la encarroñada mesita del salón que astutamente había usurpado de un mercadillo. Con voz hierática llamé a la policía. Empecé a respirar honda y sosegadamente, y tras segundos de silencio meditativo, confesé un crimen que no había cometido. Tras colgar, comencé a reír en silencio de forma espantosa. El teléfono empezó a timbrar. Un escalofrío recorrió mi deformado y mantecoso cuerpo al tiempo que se me erizaba el vello púbico. A la policía no le agradaba aquel tipo de bromas. -“Hola buenos días. Mi nombre es Jennifer Villegas. Le llamo de yazteld. ¿Es usted el titular de la línea?"-. -"¡Me cago en la puta!" - susurré elegantemente en voz baja. Aquella desgraciada me había dado un susto de muerte. -“ No. Soy un ladrón, y ahora mismo estoy muy ocupado”- contesté enojado mientras colgaba con ensañamiento el teléfono. Me acordé entonces de las chanzas y fechorías que perpetrábamos de pequeños con mi buen amigo Evaristo. Recordé como cabreábamos al heladero de nuestro barrio hablándole en un lenguaje inventado y que sólo nosotros conocíamos. Decidí romper con la monotonía y poner en práctica aquella técnica que tanto nos había divertido. Tremendamente desaseado, me enfundé mi viejo chándal de lona gris y unas deportivas, y me dirigí a una afamada tienda de moda masculina. Quería explayarme. Necesitaba distraerme. Precisaba desahogarme. Entré en el establecimiento a cuatro patas, manteniendo el cuerpo ligeramente oblicuo, tal primate merodeando por la jungla. Aquel comercio rezumaba elegancia y distinción por sus cuatro paredes. Decorada en tonos ocres y amoblada con exquisitas butacas en terciopelo rojo, el establecimiento ofrecía trajes y calzado de primeras marcas a precios onerosos e inasequibles. Con la mejor de las sonrisas e insólita amabilidad tras verme caminar como un vulgar macaco, una dependienta de labios siliconados se acercó a mí:
-“Buenos días, caballero. ¿ En qué puedo ayudarle?”.
-“ grhhh muksa pinkora mui” - contesté en un gruñido salvaje, casi en decibelios imposibles.
-“ ¿Perdón?. No le entiendo...¿Cómo dice?”- rogó atónita la bella dependienta.
-“grhhh muksa pinkora mui, ¡¡sucia cenutria!!”- repliqué en un evidente signo de contrariedad. Frunciendo el ceño, la empleada me miró aturdida. El desconcierto la hacía parecer aún más seductora. Pude descubrir en su mirada un sentimiento mixto de cólera y compasión.
-“grhhh muksa pinkora mui, ¡payasa!”- repetí en una simulada indignación por no entenderme. La vendedora, estoicamente paciente, negaba vacilante con la cabeza mientras escrutaba mi miserable aspecto.
-" grhhh gupy tus tus, birmyé, ¡coño!"- bramé imitando el lazado de unos zapatos.
-"Ahh!!!...Usted quiere unos zapatos.."- dedujo rápidamente. De su rostro se había borrado por completo la risueña sonrisa. -"Si quiere acompañarme..."- me sugirió con desazón.
Seguí a gatas a la cenceña muchacha sin poder reprimir una carcajada. Los empleados y clientes me miraron atónitos de arriba a abajo, chismorreando entre ellos.
Con un eructal berrido indescifrable, le señalé el calzado de ante claro que quería probarme. Entré en un elegante probador estucado en madera. Sus focos desprendían un calor infernal. Me enfundé los zapatos de ante egipcio y empecé a ejercitarme con tres series de 75 abdominales, con un triple objetivo: sudar, sudar y sudar. Después de la primera serie, mi psoriásica frente se perló de sudor. Tras la segunda, mis sucias manos gotearon como el rocío en la noche. Al finalizar la tercera, mis velludos pies transpiraron de tal manera que el calzado había quedado totalmente impregnado de mis hediondas secreciones sudoríparas. Devolví los zapatos ya teñidos. Con un salvaje gruñido de jabalí malherido, indiqué a la señorita que aquel botín no era de mi talla. Visiblemente encrespada, me hizo entrega de otro zueco de talla superior. Repetí la operación. Pero esta vez con flexiones. El calor de aquel vestuario era opresivo. Tras la conclusión del ejercicio, friccioné burdamente los zapatos contra mis axilas tal toalla después de una relajante ducha.
-"No, no. Mrcham gtus gtus puis"- advertí a la empleada.
La mujer me observó con ojos inyectados en sangre, en una mirada colmada de odio. Me ofreció otro calzado talla 44. Quedaba mi último ejercicio de aquella improvisada tabla de gimnasia: 100 repeticiones del célebre giro de David Bisbal. Atrozmente aturdido al finalizar mi actuación por la complejidad de aquellas piruetas, y totalmente empapado de pestífera sudación, froté con violencia los zapatos de piel albina contra mi zona escrotal. Salí del probador con fingida actitud de cabreo. Lancé con desprecio el calzado contra el mostrador. Pero entonces los vi. No tenía intención alguna de adquirir unos zapatos nuevos, pero aquel par de zuecos me fascinaron. Cazado italiano, finos, de cuero genuino. Sin dudarlo un instante los compré indicándole a la dependienta que sólo necesitaba el zapato del pie derecho.