miércoles, 25 de abril de 2012

MIS NUEVOS ZAPATOS

Eran las 11.00 h. de la mañana. Sentado en un roñoso sofá que antaño había sido blanco, divisé a través de la ventana como las nubes se tornaban de color plomizo; casi negro. A lo lejos, el centelleo de un aguacero, con enérgico aparato eléctrico iba tomando cuerpo. El estruendo de un trueno acalló cualquier duda. Me estaba corroyendo la pereza y la inacción. Desde mi reciente inactividad, al embargarme el Ayuntamiento mi puesto ambulante de globos y confetis, mi actividad diaria se limitaba a lecturas acerca de demencias esquizoides y al cálculo de complejos logaritmos. Estaba hastiado. Ladeando mi macrocefálica cabeza observé durante unos instantes el teléfono que reposaba en la encarroñada mesita del salón que astutamente había usurpado de un mercadillo. Con voz hierática llamé a la policía. Empecé a respirar honda y sosegadamente, y tras segundos de silencio meditativo, confesé un crimen que no había cometido. Tras colgar, comencé a reír en silencio de forma espantosa. El teléfono empezó a timbrar. Un escalofrío recorrió mi deformado y mantecoso cuerpo al tiempo que se me erizaba el vello púbico. A la policía no le agradaba aquel tipo de bromas. -“Hola buenos días. Mi nombre es Jennifer Villegas. Le llamo de yazteld. ¿Es usted el titular de la línea?"-. -"¡Me cago en la puta!" - susurré elegantemente en voz baja. Aquella desgraciada me había dado un susto de muerte. -“ No. Soy un ladrón, y ahora mismo estoy muy ocupado”- contesté enojado mientras colgaba con ensañamiento el teléfono. Me acordé entonces de las chanzas y fechorías que perpetrábamos de pequeños con mi buen amigo Evaristo. Recordé como cabreábamos al heladero de nuestro barrio hablándole en un lenguaje inventado y que sólo nosotros conocíamos. Decidí romper con la monotonía y poner en práctica aquella técnica que tanto nos había divertido. Tremendamente desaseado, me enfundé mi viejo chándal de lona gris y unas deportivas, y me dirigí a una afamada tienda de moda masculina. Quería explayarme. Necesitaba distraerme. Precisaba desahogarme. Entré en el establecimiento a cuatro patas, manteniendo el cuerpo ligeramente oblicuo, tal primate merodeando por la jungla. Aquel comercio rezumaba elegancia y distinción por sus cuatro paredes. Decorada en tonos ocres y amoblada con exquisitas butacas en terciopelo rojo, el establecimiento  ofrecía trajes y calzado de primeras marcas a precios onerosos e inasequibles. Con la mejor de las sonrisas e insólita amabilidad tras verme caminar como un vulgar macaco, una dependienta de labios siliconados se acercó a mí:
-“Buenos días, caballero. ¿ En qué puedo ayudarle?”. 
-“ grhhh muksa pinkora mui” - contesté en un gruñido salvaje, casi en decibelios imposibles.
-“ ¿Perdón?. No le entiendo...¿Cómo dice?”- rogó atónita la bella dependienta.
-“grhhh muksa pinkora mui, ¡¡sucia cenutria!!”- repliqué en un evidente signo de contrariedad. Frunciendo el ceño, la empleada me miró aturdida. El desconcierto la hacía parecer aún más seductora. Pude descubrir en su mirada un sentimiento mixto de cólera y compasión.
-“grhhh muksa pinkora mui, ¡payasa!”- repetí en una simulada indignación por no entenderme. La vendedora, estoicamente paciente, negaba vacilante con la cabeza mientras escrutaba mi miserable aspecto. 
-" grhhh gupy tus tus, birmyé, ¡coño!"- bramé  imitando el lazado de unos zapatos.
-"Ahh!!!...Usted quiere unos zapatos.."- dedujo rápidamente. De su rostro se había borrado por completo la risueña sonrisa. -"Si quiere acompañarme..."- me sugirió con desazón. 
Seguí a gatas a la cenceña muchacha sin poder reprimir una carcajada. Los empleados y clientes me miraron atónitos de arriba a abajo, chismorreando entre ellos. 
Con un eructal berrido indescifrable, le señalé el calzado de ante claro que quería probarme. Entré en un elegante probador estucado en madera. Sus focos desprendían un calor infernal. Me enfundé los zapatos de ante egipcio y empecé a ejercitarme con tres series de 75 abdominales, con un triple objetivo: sudar, sudar y sudar. Después de la primera serie, mi psoriásica frente se perló de sudor. Tras la segunda, mis sucias manos gotearon como el rocío en la noche. Al finalizar la tercera, mis velludos pies transpiraron de tal manera que el calzado había quedado totalmente impregnado de mis hediondas secreciones sudoríparas. Devolví los zapatos ya teñidos. Con un salvaje gruñido de jabalí malherido, indiqué a la señorita que aquel botín no era de mi talla. Visiblemente encrespada, me hizo entrega de otro zueco de talla superior. Repetí la operación. Pero esta vez con flexiones. El calor de aquel vestuario era opresivo. Tras la conclusión del ejercicio, friccioné burdamente los zapatos contra mis axilas tal toalla después de una relajante ducha. 
-"No, no. Mrcham gtus gtus puis"- advertí a la empleada.
La mujer me observó con ojos inyectados en sangre, en una mirada colmada de odio. Me ofreció otro calzado talla 44. Quedaba mi último ejercicio de aquella improvisada tabla de gimnasia: 100 repeticiones del célebre giro de David Bisbal. Atrozmente aturdido al finalizar mi actuación por la complejidad de aquellas piruetas, y totalmente empapado de pestífera sudación, froté con violencia los zapatos de piel albina contra mi zona escrotal. Salí del probador con fingida actitud de cabreo. Lancé con desprecio el calzado contra el mostrador. Pero entonces los vi. No tenía intención alguna de adquirir unos zapatos nuevos, pero aquel par de zuecos me fascinaron. Cazado italiano,  finos, de cuero genuino. Sin dudarlo un instante los compré indicándole a la dependienta que sólo necesitaba el zapato del pie derecho.



viernes, 20 de abril de 2012

EL DENTISTA

Era la tercera vez que  anulaba mi  cita con el dentista; y no precisamente porque me hubiera dejado de molestar una de las muelas del juicio. Tampoco intervinieron en ello un viaje de trabajo imprevisto, tener que aparear los calcetines o una inflamación testicular. Eran las tres excusas, que aunque nadie me preguntó, me apresuré a soltar para lavar mi sucia conciencia. Desde la última vez en que me atendió un decrépito dentista que me dejó las encías como para comer clítoris de ancianas o masticar almendras, lo que tengo es miedo, mucho miedo, auténtico pavor. Me horroriza, me espanta, me atormenta la idea de sentarme en el sillón y abrir la boca para intoxicar la consulta con mi atroz halitosis. No es un tópico. La odontofobia existe. El simple olor característico de la consulta, la espera tumbado en el sillón, el ruido del torno, la máscara del odontólogo, me pone, literalmente, de los nervios. Es superior a mis fuerzas. Una vez allí, siento pánico, tiemblo, sudo, eructo y sufro de incontinencia urinaria.
Mi buen amigo Evaristo me contó que el mundo de la odontología  estaba dando un giro copernicano. Me facilitó el nombre y teléfono de su dentista, que al parecer, utilizaba una técnica innovadora e indolora. Fuera olores desagradables. Un facultativo que por lo  visto contaba  con DVD para distraer a los pacientes, música relajante, sin hombres y mujeres de batas blancas y con nuevas técnicas que impedían sentir la más mínima molestia. Regentaba un ‘clínica dental spa’. En ella, todo invitaba a la relajación, a espantar el miedo. Aromaterapia, masajes en los pies mientras el dentista trabaja con los dientes del paciente, ofrecía acupuntura antes del tratamiento, e  incluso ofrendaba masajes escrotales por parte de la enfermera.
Decidí probar, mayormente por lo del masaje testicular. El pasado miércoles, estuve en el dentista. El odontólogo era un dantesco hombrecillo delgado, de pelo blanco, cara élfica y frondosas cejas tal bufanda de lana, que recibía a sus pacientes con un apretón de manos, utilizando la izquierda para romper el protocolo. La sala de espera estaba abarrotada de gente, y yo, no paraba de mirar el reloj cada cinco minutos. Estaba más nervioso que Marco en ‘Sorpresa Sorpresa’. No sabía en qué consistiría aquella innovadora técnica dental. Ya había ojeado todas las revistas que, de forma desordenada, se ubicaban encima de una pequeña mesa esquinera. Caras largas y silencio total en el lugar, roto por alguna que otra tos tuberculósica de alguno de los que allí esperaban. Una hora de retraso y yo era la última cita del día. 
El tiempo iba pasando y la sala de espera vaciándose paulatinamente hasta quedarme a solas con una mujer obesa de unos cuarenta años que me miraba de vez en cuando mientras leía su revista de macramé. Era algo diminuta de estatura, de pelo castaño, ojos color miel, ropa de campesina y un aire en conjunto deleznable. Era una mujer grasienta, deforme y vomitiva. Estaba convencido que llevaba la ropa interior al revés para que durara otro mes. Hirsuta de pies a cabeza, parecía un perfecto híbrido entre humano y orangután. Sufría un severo cuadro de halitosis, pues una bocanada de hedor a pescado podrido y perro muerto llegó a mí cuando bostezó.  El anillo de oro que tenía en su mano derecha era prueba inequívoca de su estado civil. Deduje que estaría casada con algún decrépito individuo que perdió el sentido del olfato. Me imaginaba a su marido llorando cuando la besaba. De cuando en cuando me guiñaba un ojo y movía la lengua a 500 revoluciones por minuto. El aburrimiento que me invadía, empezó a fantasear con aquella pueblerina con las cejas pintadas en mitad de la frente. Me la imaginé dejando su revista a un lado, acercándose torpemente hacia mí y besando mi boca de forma inesperada, poniéndose a mi lado y buscando un resquicio en mis pantalones para introducir una mano con dedos tal salchichas la vino en mi sexo, que empezaba a calentarse por la presencia de la extremidad aún desconocida. Sentí la mano como si fuera real, inconscientemente, mis piernas se abrieron físicamente al deseo mientras seguía imaginando escenas morbosas con mi compañera de sala. Mi perturbada mente iba rápido cavilando cada uno de los movimientos de la escena. Imaginé las manos de la obesa recorriendo mi piel. La vi sentada sobre mí, aplastándome el pubis, cabalgando apresuradamente antes de que la enfermera me avisara de que entrara en la consulta. Y fue precisamente eso lo que me despertó de mis pensamientos. En aquel momento, la señora de mis horribles ensoñaciones desapareció tras la puerta y me quedé completamente solo en la sala. Me dirigí al aseo y perdí  inmediatamente la dignidad enjuagándome la boca.
Llegó mi turno. A partir del apretón de manos, lo demás creí que sería predecible: sentarme en la silla, abrir la boca y dejar trabajar al miserable matasanos, con esa cara de gilipollas que a uno se le queda cuando está ahí boquiabierto, decúbito supino sobre ese pseudo sillón, instrumental variado entrando y saliendo de la cavidad bucal.
Pero no sucedió así. El dentista, al contemplar mi cara de pánico, quiso hacerme una demostración de su innovadora técnica...
Huí horrorizado de la consulta al comprobar cómo iba a extraerme la pieza dental. Las jodidas muelas del juicio podrían esperar.


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martes, 17 de abril de 2012

CONSULTORIO DÖCTOR PREPUZIO XVI


Andrea García Aladrén:  He escuchado que el graznido de un pato no tiene eco. Si es eso cierto,¿ porque?

Apreciada Andrea,
La carencia de eco en el graznido de las hembras de pato es una farisea y adulterada leyenda urbana bastante difundida en nuestra lúgubre e hipócrita sociedad. Rigurosos estudios científicos han demostrado que las ondas sonoras que origina el simpático anseriforme se reflejan al chocar contra una superficie dura, dando lugar al fenómeno acústico que denominamos eco. No obstante es cierto que el eco del graznido es difícilmente perceptible por el oído humano, especialmente en espacios abiertos, o si se tiene tapones de cera del tamaño de pelotas de golf. Para corroborar esta tesis, te invito a que adquieras un bello ejemplar de dicho animalito. Llévalo a una catedral e introdúcele un cirio por el recto. Verás que pasa...

Fermín Andreu Contreras: Doctor Prepuzio, ¿ Cuando sabe un invidente que ya ha terminado de defecar?

Apreciado Fermín,
Aciago y desafortunado fue tu ruego. Una pregunta exenta de sensatez y acuosidad. Si confías que voy a contestar tu interrogante con una respuesta soez y vulgar, estás equivocado. Los invidentes se limpian el trasero con su bastón, y después le preguntan a algún transeúnte de buena fe que ven en el garrote.

Isidre López: Saludos Doctor PrepuZio! Pensaba k lo habia visto todo , pero estaba equivocado...Mi pregunta es la siguiente: ¿se pilla antes a un mentiroso o a un cojo?

Apreciado Isidre,
Existe una serie de creencias populares sobre los indicadores conductuales del engaño que no se ven corroboradas por la evidencia empírica. Y ésta es un de ellas. Por norma general se pilla antes a un cojo que a un mentiroso. Evidentemente dependerá del grado de embuste y engaño...Si yo te digo que la caprichosa genética dotó a mi pretoriana anatomía de tres penes y un solo testículo, me acusarás con razón de mentiroso, de fariseo. Sin embargo, si afirmo que estoy operado de fimosis, mi confesión generará dudas razonables, y difícilmente se podrá confirmar la falsedad de mi revelación. En cambio, si te enfrentas a una carrera con un cojo, sea por secuela de  Afganistán  o porque haya pisado una mierda, sin duda, vencerás en esa particular pero desigual competición.




viernes, 13 de abril de 2012

¡¡VA POR TI RAMIRO!!

La verdadera amistad resiste el tiempo, distancia y el silencio. Ser amigo es pensar en el otro, hacerle feliz, apoyarle, brindarle una palabra de aliento en momentos funestos y amargos. Es atenderle, abofetearle, cuidarle, mimarle y pegarle una somanta de hostias cuando se lo merece.
La amistad es un sentimiento maravilloso con el que cuenta la humanidad. Es un sentimiento verdaderamente prodigioso, que nos permite compartir nuestras vivencias con otras personas con las cuales sentimos empatía y confianza. Es sepulcro de nuestros secretos. Es una experiencia única, indescriptible. Compartir los éxitos y los fracasos, puesto que el apoyo que se brinda entre amigos hace sentir mayor vitalidad y erguirse en las vicisitudes de la vida. La relación de amistad, afecto y confianza con otra persona nos sirve de cobijo, porque en ella hallamos  amparo, socorro y cálida protección. La verdadera amistad, no tiene germinado el sentido de la posesión, y no es absorbente en su trato con los demás,  no hay en ella reivindicaciones, ni pretensión antojadiza,  ni exigencias; al contrario, es libertad y apoyo mutuo.
Nuestra relación con él  tiene que ser una relación activa las 24 horas del día, los 7 días de la semana, durante 365 días del año, no solamente una vez a la semana, cuando me acuerdo, o cuando necesito. Cuando nuestro mejor amigo ve la necesidad en nosotros en momentos difíciles, no tenemos ni que pedir ayuda porque sabemos que ese amigo va estar ahí. Es  ojo siempre vigilante, ojo que todo lo ve. Es la persona a la que puedes explicar, sin tabúes, el tamaño y la textura de tus heces.
Ese  amigo es Ramiro.
Ramiro tiene los hombros húmedos de mis lágrimas. Es leal y sincero. Me comprende. Me acepta como soy y tiene fe en mí. Ramiro reconoce mis virtudes,  sin envidias, sin rencores  o desazones. Mi amigo Ramiro me estimula y elogia sin adularme. Me ayuda desinteresadamente, y no abusa de mi bondad. Con sus versados consejos me ayuda a pulir mi personalidad. Ramiro goza con las alegrías que llegan a mi colesterólico corazón, respetando mi perversa intimidad. Ramiro es un salvavidas ante un ataque de depresión; es un pañuelo de lágrimas y lagañas del tamaño de cortezas de cerdo, provoca en mí grandes suspiros de alivio, de gozo. Ramiro escucha, aconseja, impulsa, llora conmigo, sufre conmigo, canta conmigo, eructa conmigo.
Ramiro, quiero darte las gracias por todo lo que me has dado; por tu compañía, tu apoyo, tu comprensión y presencia. Por brindarme la oportunidad de tener a mi lado a alguien como tú, en quien confiar, con quien divertirme, con quién soñar, con quien jugar...  Gracias por permitirme ser máxima autoridad en temas irrelevantes. Gracias, calvo de mierda, por regalarme ese  libro para hacer amigos, por enseñarme a poner el dedo de seguridad en los cubatas. Te agradezco que me hayas abierto los ojos para percatarme que tengo el futuro más negro que una verbena Amish. Por enseñarme a realizar sumas simples utilizando mis dedos de pocero. Por obligarme a  matar a gente de mi promoción para bajar la note de corte, por enseñarme a emparejar mis calcetines. Te doy las gracias  por esclarecerme  la delgada línea existente entre el coleccionismo y el síndrome de Diógenes, por enseñarme a tocar el acordeón con los codos, por aleccionarme en cómo me puedo hacer dos coletas con los pelos de mi nariz. Gracias por  instruirme  a sacar en el wc al siniestro topo de la madriguera sin que me salpique el agua en mi velludo culo. Gracias por ilustrarme en el noble arte de observar como los coches se oxidan, por enseñarme a apreciar la infinita belleza del escaparate de una ortopedia.
Te pido perdón por todo lo que yo haya podido molestarte, por intentar hacer perderte la virginidad a través del Diario de Patricia, por sacudirte cuando estabas cansado, por haberte enfermado por mi falta de responsabilidad, por hacerte pisar descalzo una pieza del Lego, por no ser tan buen amigo como tú; por haber faltado alguna vez en lealtad, ayuda, comprensión o apoyo. En verdad me arrepiento de todos los errores que hayan mermado mucho o poco nuestra amistad, y ten por seguro que fueron inconscientes.
Tú fuiste siempre algo importante y especial para mí y lo sigues siendo. Formas parte de mi vida; de mis pensamientos, sentimientos, decisiones y emociones. Eres el ojo que todo lo ve. Eres mi otro ojo. No podría quedarte alguna duda de lo que significas para mí, ni de tu lugar en mi ser.
Mi cariño por ti es muy grande, has sabido ganártelo a pulso con tu especial forma de ser y de entregar tu amistad. Por eso, no a cualquiera le llamo "mi amigo". Y tú eres mi amigo.
Gracias Ramiro.




martes, 10 de abril de 2012

HUMILLACIÓN EN EL TREN




Una voz por megafonía alertó que el cercanías estaba a punto de llegar. El tren se detuvo en el andén. Salieron decenas de personas que proporcionaron un poco de espacio a los que esperaban para subir. El ruido y el bullicio del vagón se silenció cuando subí . Asciendí con mi habitual cara de seriedad, vestido de negro, con mi mochila negra que custodiaba una barra de pan y un tarrito de foie gras para hacerme un bocadillo mientras durara el trayecto. Y, en cierto modo, no me sorprendió que la gente me mirara aterrada o no se sentara a mi lado. Confieso que en ello escondo cierta coquetería apocalíptica. La gente se apartó de mi paso como si mi proximidad fuera de por sí contaminante. Mis anomalías físicas inspiraban miedo y repulsión a la vez que producían náuseas y arcadas. Los pasajeros, asustados, corrían y corrían para alejarse de aquel horror, de aquella ruin basura humana llamada Anastasio Prepuzio. Otros vomitaban copiosamente el almuerzo al ver a ese abominable ser esculpido por la acción pertinaz del mismísimo Satanás. Otro pasajero, asiático, menudo y, hasta entonces sonriente, se lanzó desesperadamente a la vía para huir de ese monstruo que llevaba el estigma de lo horrible en su espantoso rostro. El pobre mandarín fue brutalmente arrollado por un convoy que recorría la vía en sentido contrario. Con aparente normalidad, me senté en un asiento al lado de la ventanilla dispuesto a cerrar los ojos y escuchar música, como siempre. Constaté, nada más apoyar el trasero, la presencia de dos chavales al otro lado del vagón. Uno vestía a la manera punki, sin saber que hace 30 años que esa moda lleva muerta, enterrada y descompuesta. Pobre cabrón. Su amigo y él se pasaban una litrona, la botella marrón y deforme que es el preludio a una borrachera barata. Bebían y bebían. Ni para drogarse tenían estilo. El punki alternaba eructos a frases ininteligibles. El compañero, imbécil y pasivo, asentía abobado.  El vagón había quedado desierto. Sólo una mujer, con gafas oscuras, la cabeza caída y una posición forzada en una postura incómoda, seguía sentada en su butaca. Había sido vencida por el sueño. La acompañaba un perro lazarillo. Era ciega. Después de la señal de aviso, el tren comenzó a moverse, perezoso, dejando atrás la estación y volviendo a la normalidad en el vagón. Dos mujeres corpulentas con gafas cuadradas murmuraban entre ellas. La más joven, con una higiene dental espantosa, indicaba a la otra, cuál de los pasajeros debía observar. Una carcajada, rápidamente reprimida, se escapó de las fauces de la otra mujer, que acto seguido devolvió una divertida mirada de aprobación, al tiempo que susurraba en voz baja “ Es verdad, tiene cara de sapo con disentería”. Un grupo de estudiantes quinceañeros se divertía lanzando migajas de pan de sus bocadillos contra mi cabeza. Las carcajadas aumentaban y resonaban como latigazos al ver rebotar la mortadela y los cacahuetes contra mi cráneo. Dos ejecutivos, impecablemente vestidos, se unieron a la vejación, lanzándome monedas y escupiéndole flemas. Yo seguía sin inmutarme, en mi  infierno de soledad, rumiante, mirando al ventanal, buscando auxilio en los árboles del paisaje. Un sacerdote de avanzada edad y ojos brillantes, se acercó a mi butaca, y con mirada de compasión, me estrechó la mano al tiempo que me murmuró un “que Dios te bendiga, hijo. Eres el mismo hijo de Lucifer.”. Un niño de cuatro años asombrado por lo que estaba viendo susurró a su madre con rostro de morsa marina:- “ Mamá, Mamá, el Yeti está aquí! “-. Un bofetón de su madre, que no había advertido mi presencia, silenció de golpe las palabras del chiquillo. -“ Te voy a prohibir ver los dibujos animados. No quiero que te inventes más historias!!”.- , regañó injustamente la mamá del mocoso. La de poner los pies en el asiento, es la moda de los trenes de cercanías, y yo las odio. Un sujeto decrépito no quitó sus suelas del revestimiento gastado en el espacio entre los asientos. Me acerqué entonces con la cabeza, y le pregunté si, por favor, podría quitar los pies. Se lo pregunté con cortesía. Un corderito no lo habría hecho mejor. El imbécil, de cuyo rostro colgaban multitud de piercings, me miró con ojos vidriosos. Eructó y luego me preguntó chulescamente que por qué. Le hice entender que aquello no era higénico, y él me dijo que no, que por qué yo era tan feo. Le dediqué una sonrisa torcida acentuando más la deformidad de mi rostro: -" Uuuuhhhh, que rebelde"-. Él se quedó perplejo pero no quitó los pies. Llegó el controlador con su chaqueta y corbata, sudando, jadeando. El imbécil de ojos vidriosos no encontraba el ticket. El controlador le ordenó bajar los pies, y le advirtió de la eventualidad de que llamara a la Policía. El cretino desafiante, lo es en ausencia de la ley, pero ante ella obedece como un niñato acojonado. El controlador se acercó a mí y no me pidió el ticket sino que me dio pepitas de melón. Hijo de puta. Humillado, hundido, deshonrado e insultado por toda aquella gente, decidí coger el tarrito de foie gras y unté con generosidad mi pene. Con un chasquido bucal, llamé la atención del perro de la ciega, que moviendo la cola se acercó a mi asiento, abrió el hocico y empezó a lamer famélicamente mi miembro. Que lengüetazos daba el simpático perrito. De repente, el canino, se puso rígido, aumentando su frecuencia respiratoria, convulsionando y espumando ácidos amarillentos por la boca. Entre escalofriantes espasmos, dobló sus patas y cayó fulminado al suelo del vagón. Había muerto. Intoxicado. No por el foie gras, que estaba en perfecto estado. Había sido envenenado por las infecciones, herpes, ladillas y micosis de mis genitales. Pobre animal. Una voz metálica anunció la próxima estación. Disimuladamente me bajé y decidí acabar el trayecto a pie.



martes, 3 de abril de 2012

EL BURDEL


Conducía de forma temeraria con mi triciclo por la autopista en dirección a ninguna parte, aún confundido, perturbado, y llegando a la conclusión que la mejor manera de encontrar la aguja es quemando el pajar. Mi  velocípedo se quedó clavado en el suelo y dejó de entenderse con sus tres ruedas, pasando a la abstracción motriz. Caminé sin rumbo escupiendo al aire por aburrimiento, por el lado izquierdo de la calzada. El viento, el peor enemigo de los flequillos,  soplaba violentamente sobre el empedrado de aquella sombría autopista. Llegué a una zona de aparcamiento, con un motel, un restaurante de carretera, y un local lúgubre de perdición, lujuria y anonimato. Ideal para esos momentos.  Y es que mi líbido se había disparado ante lo raro de los acontecimientos. Nunca me había prostituido pagando yo. Un tipo de apariencia ruda, probablemente de Europa del este, que se creía un marine contestando “negativo” por su walkie talkie, custodiaba la puerta de la casa de lenocinio. El portero entrecerró los ojos al mirarme para que el impacto fuera menor, intentando evitar por todos medios el contacto visual conmigo, en otra evidencia de mi siniestra fealdad. Entré en el local. Sonaba salsa, y la decoración era de un color rojizo, con luz baja y plantas de plástico por todas partes. Bajé unas escaleras como una vedette intentando disimular que era mi primera vez, y me quedé sorprendido al cruzarme con dos cortesanas que subían, muertas de risa, de la mano, con vestidos muy cortos. Me acomodaron en la barra, abducido por el espectáculo de un travesty y el olor pegajoso en el que se mezclaba el humo, el alcohol, el perfume barato y las feromonas. Los ventiladores marchaban a todo gas para paliar el calor de un local que rezumaba sexo por sus paredes pintadas de color rojo. Las cortesanas, que lucían ropas ajustadas en tejidos brillantes y tacones de vértigo, revoloteaban en torno a los depravados clientes. Empezó a sonar el “Guantanamera” y me levanté felinamente de la silla para bailar ese temazo. Había muchas, cuantiosas chicas, como tres por cada libertino varón. Todas eran preciosas; de todas las razas, de todas las complexiones, de todos los tipos. La mayoría vestían ropas de actriz porno; zapatos de plataforma transparente, mini-vestidos con escote hasta el ombligo y bikinis con faldita. En mi asiento, me dediqué a observar el panorama, a ver como funcionaba un puticlub; mirando sin pensar, pero identificando conductas. Ingenuamente intentaba encontrar a Julia Roberts entre todas aquellas meretrices. Entre chicas y música discreta, los clientes se lo pasaban en grande. El calor era agobiante, mi cuerpo dsprendía más ardor que el que corta los kebabs. Las paredes rojo chillón con el cielorraso de negro daban la sensación de claustrofobia espesa. A los costados una maquina lanzaba humo blanco. Intenté encontrar tras él, la puerta mágica de "Lluvia de Estrellas", con menesteroso éxito. Mujeres apenas vestidas con diminuta ropa interior y de cuerpo exuberante lleno de brillo meneaban sobre las cajas acústicas de los parlantes, refregando sus partes más intimas en un caño dorado. Algunos sentados en un taburete tomando whisky. Otros habían optado por los sillones de cuero del mismo color que las paredes, donde en general estaban rodeados de féminas sentadas sobre los apoya brazos. No faltaban, las que masajeaban las nucas de los invitados o las plantas de los pies, mientras permanecían arrodilladas en el suelo. Cuando entraba alguien nuevo, ellas se acercaban a él, moviéndose sinuosas y si  no conseguían nada, volvían a sus quehaceres. Pero yo seguía sólo. Ninguna fulana había osado acercarse a mí. Todos parecían hipnotizados, extasiados, se abrazaban, se besaban, se tocaban, recorrían sus cuerpos con las narices y la punta de las lenguas. Hombres con mujeres, mujeres con mujeres, hombres entre si, incluso las ratas copulaban siniestramente entre ellas. Sus miradas parecían perdidas en el infinito, entregados al placer, al goce,  mientras yo destrozaba mi hígado con la bazofia que me servían. Ni pagando una mujer quería acostarse conmigo. Una madame salchichera con olor a fritanga y labios exageradamente carnosos, al ver mi  miserable situación, se acercó a mí y me sondeó.-“ Buenas noches caballero. Tenemos una oferta especial “polvo + cerveza” por 10 €. Si le interesa puedo presentarle a la señorita que ofrece este servicio.”-. Sin dudarlo un momento accedí a su oferta. Me presentó una muchacha rubia, de grandes ojos negros, muy bonitos, llamativos y vistosos,  hermosa boca, muy sensual, lencería roja, muy chillona y llamativa. El cabello ondeado y largo, y sus senos eran dos exuberantes frutas que caían con clase sobre la boca de su estómago. -“ Hola guapo. Me acompañas a la habitación”- me susurró socarronamente. Con aires de superioridad, y ante la atenta y suspicaz mirada de los demás clientes, seguí a la bella cortesana a la habitación. 
Me desnudé. Ella procedió con la misma operación. Nos sentamos en la cama, y ella me murmuró:-“ Antes de empezar te tengo que confesar una cosa. Que no tengo clítoris....”-. Ingenuamente le respondí: -“ Es igual, ponme una Heineken”-.



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